Argentina atraviesa una etapa de gran
angustia. A su sombrío panorama socioeconómico se le agrega la aceleración
intrépida de un gobierno que está en funciones desde hace dos meses y que
pretende imponer una economía de mercado a través de decretos y leyes de
urgente consideración. Una política de shock, desregulación y
ajuste se ampara en las mayorías electorales y parlamentarias obtenidas en los
últimos comicios nacionales y se sostiene en una ecuación de polarización,
violencia y resentimiento. Las desigualdades estructurales han tenido
dificultades para ser encausadas en procesos políticos más o menos previsibles,
y eso ha habilitado la emergencia de nuevos actores y emociones sociales que
han canalizado espasmódicamente las distintas dislocaciones e insatisfacciones.
Una política de derecha que reivindica el capitalismo como un tipo ideal
(desanclado de cualquier configuración histórica concreta) y que acciona todos
los resortes del antiestatismo combinada con una propuesta conservadora y
regresiva en materia de derechos. Un decisionismo autoritario, alimentado por
una matriz propiamente presidencialista, marca el ritmo de una apuesta que no
sabe dónde puede terminar. La idea de empeorar la situación e introducir a
conciencia el sufrimiento para llegar a una etapa de sinceramiento de una
economía libre de trabas y distorsiones, y ahí sí –con la ayuda de las fuerzas
celestiales– colocar al país en un sitial de grandeza y prosperidad, opera como
un embrujo que desata esperanzas y resistencias. El futuro inmediato de
Argentina es un gran signo de interrogación.
En toda esta dinámica, el esquema
represivo juega un papel preponderante. La violencia, la inseguridad y la
penetración del delito organizado hace ya mucho rato que gravitan en el proceso
sociopolítico argentino, con especiales derivaciones en materia de consolidación
de un populismo punitivo tanto desde arriba como desde abajo. Los discursos de
la última campaña electoral no han salido de la órbita de «la ley y el orden»,
y algunas retóricas –como la de los gobernantes actuales– no se han esforzado
en disimular nada. Los discursos antipolíticos y antiestatistas tienen su
contracara en la demanda de un orden represivo que sintoniza con la compleja
matriz institucional argentina en materia de fuerzas de seguridad. En este
rincón, el Estado seguirá creciendo y reestructurándose para mantener las bases
normativas del orden que se pretende imponer.
En los últimos días, mientras la
llamada ley ómnibus se discutía en el Congreso, lo que se ha
observado en materia de operativos policiales llegó a extremos pocas veces
vistos. Queremos detenernos en el ejercicio performático de las fuerzas
policiales que el gobierno ha desplegado sin demoras. Además del viejo afán por
aumentar la severidad punitiva y los controles disuasivos para abortar
cualquier corte de calle en el marco de la protesta social, cordones humanos
sellando salidas, enjambre de motos girando como aspiradoras para despejar los
bordes de las aceras, Policía militarizada avanzando con escudos, armas largas
disparando, fuerzas federales coordinadas y ocupando el lugar que, en
principio, les corresponde a las fuerzas policiales de la ciudad de Buenos
Aires. Un despliegue para las cámaras de televisión, y en muchos casos para
nadie más, pues en algunas calles solo se veían periodistas y un puñado de
personas atónitas en las veredas.
En efecto, ese ejercicio performático
es deliberado y no surge de ninguna necesidad de desborde o de violencia
desatada. Es parte de una estrategia expresa destinada a provocar consecuencias
políticas y sociales. La primera consecuencia es producir su propia necesidad:
se recrea la presencia de un enemigo minoritario y violento (que corta calles y
quema contenedores) que no debe ser tolerado. El despliegue policial encarna un
viejo antagonismo (mayorías democráticas versus minorías agitadoras, república
versus populismo) que hace de la lógica represiva algo imprescindible para
mantener un sentido común. La coreografía policial se transformó de inmediato,
a través de una plataforma mediática hegemónica, en una narrativa política que
ha probado su poder socializador. La represión y el Estado punitivo son una
parte crucial de una política de ajuste y de desmontaje de las estructuras
estatales de regulación.
Pero hay otras consecuencias menos
evidentes. La represión como mensaje, como instrumento del miedo, como
reafirmación de poder, tiene el propósito de desarmar toda acción colectiva, y
al arraigar en la subjetividad social se refuerzan la fragmentación y la
privatización de la propia vida. La democracia liberal se resquebraja porque ya
no hay capacidad para garantizar el ejercicio de algunos derechos, en primer
lugar, porque los derechos de miles de personas afectadas por la precariedad ya
no aparecen como prioridad y urgencia, pero además porque la lógica de los
derechos queda encerrada en contraposiciones (el derecho de los laburantes
frente al derecho de los delincuentes, el derecho a la circulación versus el
derecho a la protesta) o limitada por decisiones de financiamiento (cada
derecho es un gasto). Un estado de excepción va minando los fundamentos de la
vida democrática y eso ocurre ante una cierta indiferencia generalizada o ante
una naturalización que ya tiene varios capítulos de acumulación.
¿Qué relación hay entre los consensos
punitivos para gobernar la desigualdad social (y hacer foco en los delitos que
estructuran el relato de la inseguridad) y estas performances orientadas
al disciplinamiento político? ¿Qué vínculo existe entre las culturas
institucionales de los cuerpos policiales y la inclinación a aceptar este tipo
de perfiles políticos de conducción? Hay quienes dicen que los operativos de
las últimas semanas nacen y terminan en las decisiones de los actores políticos
de gobierno y que solo allí hay que buscar la responsabilidad. En parte, eso es
así, ya que este nuevo escenario está modelado por el alcance de una voluntad
expresa que se transforma en acción. Negar esta especificidad sería un extremo
peligroso. Sin embargo, hacer absoluto el marco de decisiones supone algunos
riesgos, ya que impide ver cuánto de esa racionalidad represiva está distribuida
y arraigada en lugares, instituciones, subjetividades y retóricas.
Mostrar ciertos tipos de violencia,
focalizar, individualizar, perseguir minorías disruptivas, demonizar al otro,
contraponer derechos, etcétera, son ejercicios de larga duración que llevan a
cabo varias instituciones y que derivan en prácticas de hostigamiento y
violencia estatal. La promesa del castigo es una realidad atormentante para
vastos sectores sociales que se ejecuta a «pedido del público» y cuyas
consecuencias permanecen en la invisibilidad. La genealogía de la performance policial
de estas últimas semanas podría llevarnos a terrenos insospechados.
Una sociedad entrenada en hacer de
los conflictos sociales casos policiales es una sociedad en la que las
decisiones políticas y las preferencias institucionales tienen una rápida
convergencia. Como se sabe, la gestión de la seguridad en Argentina ha sido un
asunto de alta complejidad, con espacio para las innovaciones, pero también con
tendencias regresivas que han solidificado el peso de las corporaciones
policiales. Durante los gobiernos progresistas hubo algunos cortos momentos en
los que la conducción política de la seguridad recayó en académicos y
activistas que procuraron incidir sobre las prácticas más nocivas del habitus policial.
Esos impulsos –acusados, como siempre, de poco realistas y diletantes– tuvieron
sus frenos, y la conducción regresó a la manos expertas de gestores más
dispuestos a la transacción que a la transformación, y por eso mismo, a tolerar
que las lógicas de siempre se profundizaran en aras de mantener un orden que no
complicara los equilibrios políticos más generales. Argentina tiene una densa
historia reciente en materia de intervenciones policiales en fronteras, barrios
segregados y organizaciones políticas como parte de profundas pujas de poder y
escenificación de conflictos que necesitan exacerbarse para sostener el talante
de una cultura política.
Pero lo que se ha visto en estos
últimos días va un paso más allá. Es cierto que las fuerzas policiales se sienten
más cómodas con ciertas tendencias políticas, o al menos así lo declaran
voceros o figuras representativas. Sin embargo, una vez más, las fuerzas de
seguridad son obligadas a jugar en los bordes de la legalidad y en un espacio
de completa instrumentalización política. Si a eso le agregamos la legitimidad
social y las afinidades electivas de culturas institucionales que necesitan
estos despliegues para ser, entonces la débil democracia está severamente
comprometida.
Esa lógica represiva quiere generar conversación
sobre sí misma. Frente a la indiferencia o la banalización, esas conversaciones
deben ser tensionadas, incluso resistidas. Hoy la salud de nuestras democracias
debe poder evaluarse por las capacidades de resistencia. Pero esas
interpelaciones deben poder tramitarse sin perder de vista el contexto más
general de las fuerzas que dan forma a esa lógica represiva que, a la larga, lo
que quiere es ocultar el sufrimiento deliberadamente producido, la pérdida de
derechos y la distribución regresiva de la riqueza. La angustiante coyuntura
argentina está muy lejos de sernos ajena.
Extraído de Brecha número 1994.
Autor: Rafael Paternain.
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