miércoles, 31 de enero de 2018



Es lo mismo, pero no es igual
31 • ene. • 2018 | Escribe: Hugo Barretto Ghione en Nacional
La movilización de productores rurales “autoconvocados”, que en estos días ocupa parte de la atención de los medios de comunicación, los gremios y el gobierno, parece por momentos sumida en cierta acumulación de objetivos o reclamos de distinta índole que conviene discernir. Desde una parte de los sectores involucrados se ha tratado de centrar la cuestión en el discurso sobre la falta de rentabilidad y lo gravoso de la carga impositiva, pero esos postulados que pretenden ordenar y racionalizar la plataforma coexisten con propuestas y puntos de vista que, amplificados por el uso de las redes sociales –esa especie de asamblea virtual de gremialistas–, permiten conocer con más detalle y profundidad las mentalidades y las concepciones de fondo que emergen con llaneza casi naíf.
Aparece así una panoplia de referencias críticas a las políticas sociales que implementa el gobierno dicha de la peor manera –por su tono discriminador a los beneficiarios–, y hasta no ha faltado la explicitación de prejuicios hacia los inmigrantes de origen centroamericano radicados recientemente, que se parecen demasiado a las posiciones formuladas por ciertas corrientes ideológicas europeas ultranacionalistas. Lo caricaturesco de estas expresiones, que mueven más bien a la risa y el olvido, no debe ocultar que su irrupción en la sociedad uruguaya, tan liberal y pluralista como parece, deja desnuda la eventual existencia de resabios del pasado en sectores de la población mayormente apoyados en sus reclamos por los partidos de la oposición.
En estas múltiples derivaciones que presenta la reacción de parte de los productores figura una que merece un comentario con particular detenimiento. Se trata de la propuesta, que en algún momento se hizo valer en las asambleas de productores, de hacer piquetes en la vía pública. A juicio de esos gremialistas, se estaría ante una acción similar a la que efectúan –esporádicamente, porque no son habituales, contra todo lo que parece– las organizaciones sindicales en ocasión de la huelga.
Si bien la ejecución de la medida por los productores no se materializó y al parecer la idea ha perdido entidad –pese a que no queda claro el alcance que tiene la “vigilia” que se anuncia–, no conviene dejar de advertir este acto de verdadera prestidigitación que hace que una medida típica de resistencia y lucha de los asalariados pase a manos de los propietarios o empleadores.
Hay, por parte de quienes sostienen esta posibilidad, una incomprensión básica de la finalidad que se les reconoce a las distintas organizaciones sociales o intermedias y de las reglas que regulan su funcionamiento. En principio, debe concordarse en que es elemental para el sistema democrático contar con la existencia de organizaciones intermedias entre el individuo y el Estado, de modo que por medio de ellas el ciudadano pueda postular y defender los derechos e intereses que tiene como participante de ciertos colectivos no solamente gremiales y sindicales, sino también religiosos, ambientales, regionales, mutuales, etcétera. En el marco de la legalidad, esas organizaciones contribuyen a dotar a la persona de un sentido muy fuerte de pertenencia e identidad con su entorno más inmediato, y, sin recaer en corporativismo alguno, aportan dinamismo y una forma genuina de representación sectorial.
https://ladiaria.com.uy/articulo/2018/1/es-lo-mismo-pero-no-es-igual/#_=_
Una mirada muy lineal podría llevar a sostener que las distintas organizaciones, como pueden ser los productores (palabra que funciona como sinónimo de “empleadores” o “empresarios”) y los sindicatos, cuentan con instrumentos similares para patrocinar y sostener sus aspiraciones. Así, en la superficie, parece lo mismo un piquete aplicado por los productores/ empresarios en una ruta que uno implementado por empleados sindicalizados en la puerta de la planta industrial.
Efectivamente, es “lo mismo” si lo vemos desde el plano de la actividad que desarrollan: los activistas en uno y otro caso ocupan el espacio público e informan en general acerca de sus reivindicaciones, e incluso pueden, como dice el Comité de Libertad Sindical de la Organización Internacional del Trabajo (OIT) en relación con las organizaciones de trabajadores, “incitar abierta, pero pacíficamente, a los demás trabajadores a no ocupar sus puestos de trabajo”, aunque sin obstaculizar de ningún modo su ingreso. En este margen, el piquete “no puede ser considerado como acción ilegítima”, dice la OIT.
Hasta aquí el dato objetivo: observado el fenómeno en su facticidad y sin otra consideración, es “lo mismo” una movilización o piquete en tanto lo ejecute un sindicato o una gremial u organización de empleadores autoconvocados.
Pero siendo lo mismo, no es igual
En todos los casos, la OIT ha estimado que el piquete es una modalidad de la huelga, sujeta en consecuencia al marco normativo que corresponda en cada país y en las condiciones que establecen sus pronunciamientos. Pero el organismo no hace referencia alguna a las acciones gremiales que pueden patrocinar las organizaciones de empleadores, como son los productores.
Hay una razón de fondo que explica que no deben recibir el mismo tratamiento una movilización de sindicatos que una de productores/empleadores, como la que se ha planteado en estos días. Para ello debe repararse en la finalidad específica de los sindicatos y del tipo de representación que ejercen: constituyen una asociación de quienes deben comprometer su trabajo a favor de otro para obtener su sustento, y por esa circunstancia ocupan una posición de subordinación en el plano económico que los hace individualmente vulnerables frente a las imposiciones de condiciones de trabajo y medidas disciplinarias que pueda aplicar quien está ubicado en una posición de empleador.
Toda la estructura legal montada “a favor” del trabajador –fijación de salarios mínimos, limitación horaria y, en lo que hace al tema de hoy, libertad sindical y medidas de acción gremial– tiene como fundamento último esa radical diferenciación entre los sujetos que trabajan de manera subordinada y los que revisten como empleadores, acordando a los primeros una especie de “contrapoder” de tipo colectivo de reconocimiento constitucional e internacional como derecho fundamental.
Como contrapartida de esa diferenciación económica, social y, en ocasiones, cultural, el Estado constitucional en todas partes ha reconocido instrumentos de presión –como la huelga en todas sus modalidades, que incluye movilizaciones y piquetes pacíficos– que no pueden ser transpuestos mecánicamente a otros colectivos sociales, como las organizaciones de productores, sean prósperos o estén en crisis. Esos medios de acción gremial propios de los sindicatos no han sido graciosamente obsequiados por el aparato jurídico, sino que debieron ser trabajosamente conquistados en uno de los capítulos más dignificantes de la historia social contemporánea. Son instrumentos de autodefensa laboral en pugna con la mercantilización del trabajo.
El Estado social del siglo XX, a partir de las constituciones de Querétaro (1917) y Weimar (1919), y, en nuestro caso, la Constitución de 1934, quebró la igualdad formal de todos los ciudadanos cuando reconoció ciertos derechos –la libertad sindical, fundamentalmente– a favor de quienes, siendo iguales en el plano civil y político, debían en el orden económico trabajar de manera subordinada y ponerse a la orden y bajo el poder del empleador.
Por ello no tiene nada de transgresor al orden institucional la realización de huelgas y piquetes por trabajadores dentro del marco normativo vigente, y, en cambio, la realización de piquetes por empresarios/ productores debe ser medida con un rasero distinto, mucho más riguroso. No tienen necesidad alguna de compensación, porque el poder económico que ostentan es suficiente y muchas veces exorbitante.
El desconocimiento supino tanto del dato social esencial, como es la posición “subalterna” del trabajador en la producción y en el mercado, como de la especificidad que por esa causa se le reconoce para la protección y la garantía de sus derechos en el constitucionalismo social moderno, provoca la confusión de la que adolecen quienes entienden que los medios de acción gremial deben ser “iguales” para “todos”, sean trabajadores o empleadores.
Ubicados en esta racionalidad, poco importa si concurren a sus asambleas y movilizaciones en 4 x 4, como se ha ironizado. Podrían ir a pie, y nada cambiaría. Pero si vamos a hablar de igualdad con los trabajadores deberíamos empezar por otro lado, que no parece ser el favorito de los autoconvocados.
Sobre el autor
Barreto es profesor titular de Derecho del Trabajo y la Seguridad Social de la Universidad de la República
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sábado, 6 de enero de 2018

Hablemos de la libertad en el trabajo

Se ha convertido en sentido común hablar de la libertad en el trabajo y de su privación cuando, mediante piquetes u ocupaciones de empresas por sindicalistas, se impide el acceso a quienes no adhieren a esas medidas. Existe una jurisprudencia firme que ampara la libertad de trabajo en esas situaciones, ordenando la desocupación inmediata.
Si bien es muy relevante esta garantía de los derechos individuales, no es la única dimensión que la libertad en el trabajo presenta en las relaciones laborales.
Las recientes denuncias sobre hechos de violencia hacia trabajadores rurales, que tuvieron amplia difusión pública, generaron informaciones y comentarios de todo tipo, que hacían foco básicamente –con alguna excepción– en la circunstancia misma de la intimidación presuntamente aplicada. La espectacularidad de los casos dejó “fuera de cuadro”, o al menos no fue lo suficientemente tratado, un costado del asunto que asomó en varios tramos del debate y en ciertas expresiones de alguno de los denunciantes: la mención a que el origen del diferendo estaba en un reclamo del trabajador al empleador por la carga horaria de labor excesiva y su consiguiente obligatoriedad de cumplimiento si se pretendía mantener el empleo.
Con absoluta independencia de cualquiera de los casos conocidos, a los que no vamos a referir, parece de todas maneras pertinente desarrollar algunas reflexiones sobre el valor de la libertad de las personas sujetas a un “contrato” o relación laboral. Es una perspectiva que no siempre se trata, ya que en general los enfoques se centran en los derechos que le asisten a quien trabaja subordinadamente y no en el riesgo de afectación de la libertad que conlleva ese tipo de vínculo.
Que el origen de un conflicto individual de trabajo se sitúe en la negativa del dependiente a trabajar más allá de la duración legal de la jornada –aún sin considerar el eventual desenlace que tenga esa imposición– deja un retrogusto incómodo de asumir para quienes piensan que “en Uruguay eso no pasa”, y que la libertad de las personas en su relación de trabajo no está en cuestión en la era de la “agenda de los derechos”.
El tema surge, además, en un tipo singular de relación de trabajo, ya que la reticencia a la aplicación de las normas de protección social a los trabajadores rurales no es novedosa. Obra en estos casos un prejuicio secularmente arraigado que dice que el trabajador rural no puede acceder al derecho de limitación de la jornada por las especiales circunstancias en que se desarrolla su trabajo, dependiente de los ciclos de la naturaleza y de las eventualidades del tiempo. Palabras más, palabras menos, fue el ariete argumental que expusieron legisladores de los partidos Blanco y Colorado en oportunidad de la discusión parlamentaria de la limitación del tiempo de trabajo y descanso semanal en el sector rural, cuando se opusieron pétreamente a la sanción de la Ley 18.441 en 2008. No pudieron desembarazarse de una rémora (¿o de un interés?) que cargan pesadamente desde que la pionera ley de 1915 delimitara la duración del trabajo, excluyendo el sector doméstico y el rural. Casi un siglo hubo que esperar para que se reconociera un derecho básico como es la autonomía en el uso del tiempo por parte de todos los trabajadores.
Esa concepción restrictiva tan mal disimulada en la última campaña electoral, y que por el contrario había sido tan llanamente expuesta por legisladores de los partidos tradicionales, puede ser reveladora de un modo de ver las relaciones laborales, signadas en muchos casos por un paternalismo que todavía no ha dado lugar al pasaje del “patrón” al “empleador”. Parece que la modernización de las relaciones laborales, tan pregonada por el empresariado local, no llega a todos los puntos del territorio, y por ello muy probablemente su ausencia exacerbe la tensión existente por la disputa sobre el empleo del tiempo.
El invento de lo ya sabido
Mirado desde la óptica de los derechos, el acoso en el trabajo –y ni qué decir la violencia– no solamente constituyen conductas impropias en el plano de la democracia y las libertades de los ciudadanos, sino que, recluidas al campo de la relación individual de trabajo, refuerzan notablemente el poder económico y social del empleador, hasta hacerlo potencialmente arbitrario.
Por ello la próxima Conferencia Internacional del Trabajo, que se llevará a cabo en junio de este año, abordará precisamente el tema del acoso y la violencia en el trabajo, con el objetivo de adoptar una norma internacional que trate esa temática, de modo que pueda contarse con instrumentos de política social que protejan al dependiente de cualquier desborde del empleador o sus representantes.
El ejercicio arbitrario del poder en un contexto de soledad y silencio, más el peso de una tradición alojada en el seno mismo de partidos liberales en lo político pero que revelan posiciones conservadoras en lo social, pueden posibilitar la subsistencia de prácticas que afectan la libertad. En este caso, la imposición de una obligación de mantenerse en la labor más allá de los términos definidos en las normas que limitan la duración del tiempo de trabajo.
Esa eventual obligación de permanecer trabajando por fuera de la duración del trabajo se aproxima al trabajo forzoso, según la opinión de la Organización Internacional del Trabajo (OIT).
En concreto, el organismo tiene definido el trabajo forzoso desde 1930, en oportunidad de adoptar el Convenio 29, que en 1998 incluyó como parte de los principios y derechos fundamentales de los trabajadores, exigibles a todos los países con independencia de si hubieran ratificado esa norma a nivel interno. La expresión “trabajo forzoso u obligatorio”, según este instrumento, abarca a “todo trabajo o servicio exigido a un individuo bajo la amenaza de una pena cualquiera y para el cual dicho individuo no se ofrece voluntariamente”.
La pena mencionada puede revestir no sólo la forma de una sanción penal, que es la más evidente y brutal, sino que también refiere a la privación de cualquier derecho o ventaja, dice un informe del organismo, publicado hace unos años. “Esto puede ocurrir”, dice la OIT, “cuando las personas que se niegan a llevar a cabo un trabajo voluntario se exponen a perder determinados derechos, ventajas o privilegios”. Sucede que el trabajo forzoso no se reduce únicamente a situaciones de esclavitud o similares, sino que, según la OIT y para sorpresa de muchos, la obligación de hacer horas extras bajo la amenaza de una pena es considerada también una modalidad de trabajo forzoso.
La Comisión de Expertos en la Aplicación de Convenios y Recomendaciones de ese organismo ha entendido que el trabajo fuera de la jornada ordinaria puede imponerse mediante el temor al despido u otra penalidad. Cuenta George Orwell en Rebelión en la granja que los animales que gobernaban hacían que el trabajo del resto fuera “estrictamente voluntario, pero el animal que no concurriera vería reducida su ración a la mitad”, adquiriendo así el carácter de forzoso por una vía indirecta.
Por eso, la Comisión de Expertos ha dicho también que “si bien el trabajador tendría, hipotéticamente, la posibilidad de liberarse de la imposición de trabajar más allá de la jornada ordinaria de trabajo, la vulnerabilidad de su situación hace que prácticamente no tenga una real opción, obligado por la necesidad de alcanzar al menos el salario mínimo y de conservar su empleo, o por ambas razones”.
Si el origen de muchos conflictos individuales de trabajo –como los denunciados en los últimos meses– se circunscribe a la disputa sobre el tiempo en términos binarios “trabajo/no trabajo” y si, además, el debate sobre el trabajo del futuro está plagado de ejemplos en que, por obra de la utilización de tecnologías de la comunicación se extienden las fronteras del trabajo hasta contaminar el tiempo libre y el regreso a casa, estamos ante un problema que no se agota en la defensa de un “derecho” tal como está regulado.
Si en el medio rural y en el sector más tecnologizado se encuentra una igual problemática acerca del empleo del tiempo, lo que está en jaque en ambos casos no es sólo una forma de reconocimiento del derecho a la limitación de la jornada de trabajo (que puede admitir variantes), sino, fundamentalmente, la defensa de la libertad y la autonomía de las personas que laboran de manera dependiente bajo cualquier modalidad.
La perspectiva de la libertad debería ser más plenamente incorporada al discurso sobre las relaciones laborales, ya que no conviene que sea pacífica y gratuitamente entregada y confiada a los enfoques neoliberales, como si fueran los únicos posibles. La libertad en el trabajo es cosa distinta que la supresión de restricciones al mercado que pretenden los neoliberales, y es mucho más compleja que el mero amparo del no huelguista en caso de ocupación. Pero parecería que esos fueran los únicos espacios en los que es admisible hablar de libertad en el trabajo, renunciando al resto de sus dimensiones.
Dicho así, todo resulta bastante obvio, y puede ocurrir que, como decía Gabriel Celaya, nos digan que “lo ya sabido vuelve a ser un invento”. Pero a veces es necesario, y no está demás hacerlo.