sábado, 30 de abril de 2022

Las reivindicaciones de los trabajadores rurales

 

Mientras a nivel nacional se plantea subir la edad mínima para jubilarse, los asalariados rurales consideran que en esta actividad el retiro debería producirse antes de lo que ocurre hoy. Pretenden que sea la misma edad para hombres y mujeres.

Cuando se cumplen diez años de la aprobación de la ley que declaró el 30 de abril como el Día del Trabajador Rural, la Unión Nacional de Asalariados, Trabajadores Rurales y Afines (Unatra) reclamará que se rebaje la edad jubilatoria para los trabajadores y las trabajadoras del sector, por considerar que es una «deuda social histórica» que tiene la sociedad uruguaya con estos asalariados

Este sábado 30, el Día del Trabajador Rural contará con dos actividades, un acto en la ciudad de San José de Mayo, organizado por la Unión de Trabajadores Rurales y Agroindustriales del Uruguay, y una asamblea binacional en la ciudad de Río Branco, con la presencia de delegaciones brasileñas.

César Rodríguez, que integra la Unatra en representación de los trabajadores de la ganadería (es partícipe de la colonia Arerunguá, ubicada entre Salto y Tacuarembó), explicó que el planteo principal de la celebración de este 2022 será la rebaja de la edad jubilatoria para los trabajadores del sector. Colocó la propuesta en el contexto de la discusión de la reforma de la seguridad social que se está procesando en el país.

El dirigente dijo que esta es «una deuda social, histórica, una postergación que como comunidad tenemos», pues estos trabajadores cumplen «actividades de trabajo recio y que tienen un efecto muy concreto sobre la salud». Por otra parte, los bajos niveles salariales determinan jubilaciones muy bajas. «Es muy injusto, están muy cerca del salario mínimo nacional y en algunos casos no alcanzan ese monto», dijo el dirigente de la Unatra.

Rodríguez no estipuló de cuánto tiempo sería la rebaja de edad solicitada. Antes de darla a conocer, pretenden culminar un relevamiento económico que se está haciendo para fundamentar su planteo, «para hacer un planteo sólido», dijo.

Consideró que los asalariados rurales deben tener un régimen jubilatorio diferente, que «tal vez pase por una diferente forma de aporte». Para el dirigente de la Unatra, en el régimen de jubilación actual «hay situaciones embromadas, injustas, y creemos que hay que ponerlo todo sobre la mesa y comenzar a corregir». «Es algo sentido por la gente, lo hemos discutido en los territorios y hay pleno apoyo.»

Rodríguez reconoce que el planteo de los trabajadores rurales va a contrapelo de lo que es la discusión actual de la reforma de la seguridad social, en la que uno de los puntos centrales es el aumento de la edad jubilatoria. «Lo que pasa es que nosotros venimos a contrapelo con la historia, desde la misma limitación de la jornada laboral a ocho horas, que la conquistamos 100 años después que la industria», mencionó.

Marcelo Amaya participa de la Unatra representando a los trabajadores del arroz, y al hablar con este semanario también hizo hincapié en la necesidad del cambio de régimen jubilatorio. «Nos tenemos que sentar a discutir el tema, tenemos que revertir una situación que es histórica», dijo, y consideró que una de las causales por las que el sector rural «no logra seducir a los jóvenes es porque es un trabajo muy riesgoso» y porque al final de la vida laboral «no se recompensa el desgaste físico y de la salud» que tiene el trabajador rural. «No es reconocido por la sociedad el esfuerzo», dijo Amaya, quien insistió en que el cambio debe ser paritario.

LAS OCHO HORAS

Otra de las discusiones que estarán presentes este 30 de abril será la zafralidad en el sector, que suele ir asociada a la precarización del trabajo y promueve la informalidad. También preocupa a los trabajadores del campo la utilización por parte de las grandes empresas, en particular de las forestales, del mecanismo de tercerizaciones, que termina impidiendo la organización sindical. Las tercerizaciones «facilitan que no se formen organizaciones de base de trabajadores, porque se las desarma, porque se traslada a los que se organizan, que termina siendo nómades», mencionó Rodríguez.

La vigencia de la obligatoriedad de las ocho horas en el sector rural no está en discusión en el mundo de los trabajadores, hay «una apropiación muy clara», dijo Rodríguez. Sí ocurre, «como en todas las ramas de actividad, que algo tan elemental como eso no se cumple», dijo Rodríguez, aunque aclaró que, cuando se dan esos casos, «generalmente vienen acompañados de malas condiciones de trabajo, de incumplimiento de laudos y de categorías y de condiciones habitacionales». «Es todo un combo.»

LA BONANZA QUE NO LLEGA

El precio de los commodities ha implicado ganancias enormes para el sector agroexportador en los últimos dos años y todo indica que la situación seguirá siendo positiva hasta 2024, debido a las consecuencias de la guerra entre Rusia y Ucrania, pero los trabajadores del agro no logran, ni siquiera, que las patronales les reconozcan un 1 por ciento de pérdida que tuvieron en 2020. En el grupo 22, que incluye a la ganadería, el arroz, los tambos y la caña de azúcar, «acordamos un 3,5 por ciento de ajuste, pero hubo pérdida de un 4 y pico en 2020». Con esa pérdida como punto de partida, la Unatra pretende iniciar la próxima ronda de negociación salarial, que debería convocarse en mayo.

El miércoles, la Asociación Rural del Uruguay informó que definió que se adelante el pago del correctivo salarial por inflación previsto para julio próximo para este mes de abril. Rodríguez, quien mencionó que al momento de hablar con este semanario recién se había puesto al corriente de la propuesta, dijo que le parecía bien, pero añadió: «Primero tenemos que empezar por la pérdida que arrastramos todavía, para después ver qué tipo de adelanto y a cuenta de qué nos lo van a dar».

En el mismo sentido se expresó Amaya: «Nos parece bien, pero queda pendiente la recuperación del período anterior; lo más justo, frente a un escenario de inflación, es que el 100 por ciento de la recuperación esté arriba de la mesa».

«Ni siquiera se han puesto al día con la pérdida salarial del período de pandemia. Claramente hay mallas oro y gregarios en esta carrera, y los gregarios seguimos siendo los trabajadores, que somos los que aportamos, por ejemplo, al aumento a la productividad», dijo el dirigente de los trabajadores arroceros, quien subrayó que las ganancias del sector no solo han ocurrido por el aumento de los precios, pues «también ha habido un aumento de productividad». Por eso, entiende que «la retribución no estuvo a la altura de ese esfuerzo que hicimos, en condiciones muchas veces adversas».

LA CELEBRACIÓN

En noviembre de 2012 el Parlamento aprobó la ley por la que se creó el Día del Trabajador Rural. Para Rodríguez, con eso se cumplió «con una deuda, porque era una de las pocas ramas de actividad que no tenía su día; es un tema de identidad, de sentirse reconocido e identificado en una actividad productiva que es el eje de la economía nacional».

A partir de entonces, «ha habido una cantidad de avances a nivel normativo», señaló Rodríguez, pero destacó: «Donde tenemos la dificultad es en el contralor y la fiscalización del cumplimiento de las normas, y ahí pasa un poco por la presencia del Estado en los territorios, velando porque esas legislaciones se puedan aterrizar. Está bárbaro tenerlas en el papel, como decretos, pero si no llegan, si no rigen, ahí seguimos en deuda».

Por su parte, Amaya considera el 30 de abril como «un día de reflexión, que no nos hace olvidar la postergación histórica que sufrimos». «Somos el motor de la economía del país, pero hasta por un tema cultural hemos sido invisibilizados. Es un día para reforzar nuestras principales reivindicaciones», sostuvo.

El trabajador arrocero consideró que la instauración de este día ha sido un logro importante, ya que «más allá de que sea una de las fiestas que se ha vuelto comercial más rápidamente, porque se llevan adelante actividades folclóricas y de esas características, que nada tienen que ver con la reivindicación de los derechos y de los salarios, se aporta a eso, a la generación de conciencia, a saber que hubo progresos, derechos que nos costó casi un siglo conseguir».

Extraido de Brecha N° 1901. titulo original: “LAS REIVINDICACIONES DE LOS TRABAJADORES RURALES La otra reforma jubilatoria” Autor: Javier Perdomo,  29 abril, 2022


sábado, 23 de abril de 2022

Contra el punitivismo

 

Claudia Cesaroni, abogada, escritora y activista argentina, ha escrito un elocuente alegato contra el punitivismo.1 En un libro que aborda la realidad del vecino país, arremete, con gran solvencia narrativa, contra un conjunto arraigado de lugares comunes que sostienen la perspectiva dominante en materia de política criminal y seguridad. Según su perspectiva, el punitivismo es una posición política que supone que la aplicación de más castigo y represión implica una mayor eficacia disuasiva. Apoyada en la tradición de la criminología crítica, el abolicionismo e, incluso, el realismo de izquierda, trabaja dos ideas principales: la pena ha fracasado como dispositivo de control (sobre todo en nuestros contextos, de fuerte descreencia de la ley) y la ejecución del castigo supone toda clase de sufrimiento, en particular para los sectores sociales más precarizados. El punitivismo no sirve, no repara y, además, causa un daño incalculable.

Esta postura, que se ancla en el aporte de importantes referentes –Michel Foucault, Massimo Pavarini, Raúl Zaffaroni son los más mencionados–, se reactualiza en el contexto de urgencia de los últimos años. En primer lugar, vivimos en un tiempo de micropunitivismos que se imponen para una amplia diversidad de situaciones, ya que la vida social está gobernada por la idea de que todo puede ser un delito y de que los conflictos deben dirimirse con penas. En segundo lugar, tanto los gobiernos progresistas como los de derecha han sido consecuentes a la hora de implementar reformas penales y penitenciarias regresivas. Con gran sentido didáctico y con la intención de llegar a un público amplio (politizado pero un poco desnorteado en estos asuntos), Cesaroni desarrolla un planteo sistemático, coherente y valiente. Vale la pena detenerse en algunas zonas de su argumentación.

Lo primero que aborda es el proceso de construcción de la demanda de seguridad que pretende revertir la desprotección de nuestras vidas y propiedades ante personas o grupos sociales visualizados como peligrosos. Gracias a la labor constante de las maquinarias políticas y mediáticas, el delito queda asociado con la pobreza y los jóvenes. La consolidación del miedo se traslada al plano de las decisiones políticas, que terminan expandiendo el aparato policial, los dispositivos de encierro y las reformas legislativas punitivas. Aun bajo los gobiernos progresistas, siempre temerosos de ser tildados de garantistas o prodelincuentes, el Estado penal avanza. El resultado inevitable es la ampliación del radio de acción de las diversas formas de violencia estatal. La vida en los márgenes se llena de hostigamiento, agresión verbal y física, allanamientos brutales e, incluso, muertes.

En paralelo, muchas veces gracias al poder performativo de víctimas emblemáticas, la necesidad de seguridad se solventa a través de la intensificación del castigo. El punitivismo cae en una trampa: promete castigar a una persona por lo que no logra prevenir o evitar que hagan 100. Esta deriva punitiva, que no conoce fronteras partidarias o temáticas, ha aterrizado con fuerza en los debates sobre la violencia hacia las mujeres. Cesaroni analiza con consistencia las restricciones de las políticas criminales desarrolladas en los últimos años para contener este tipo de violencia. También aquí las promesas del relato punitivo han calado hondo, al punto de haber entablado una discusión frontal con el «feminismo punitivista» o «carcelario». Según Cesaroni, el punitivismo llega tarde y mal, e impide trabajar en los conflictos apenas nacen. El ruido por codificar los hechos y la demanda de castigo obstaculiza pensar a fondo los problemas, y esas urgencias vuelven aún más arbitrario, selectivo y machista el sistema penal.

El punitivismo también legitima la venganza privada. Con base en la nefasta distinción entre ciudadanos y delincuentes, hemos asistido a una infinidad de hechos que no pueden tipificarse ni como justicia por mano propia ni como legítima defensa, sino, muchas veces, como homicidios calificados por ensañamiento y alevosía. La visión punitiva permite que los buenos vecinos se transformen en lo peor, al punto de que si las personas son culpables se merecen esa reacción vindicativa (aquí, en Uruguay, el propio gobierno ha querido minimizar los abusos policiales aduciendo que los denunciantes son sujetos con antecedentes penales). En no pocas oportunidades, esta justificación habilita la utilización de la tortura tanto dentro como fuera de las cárceles. Al fin y al cabo, se trata de hacer sufrir a quien se considera que se lo merece. El castigo se consolida dentro del sistema, pero también fuera de él.

Otra forma habitual de expandir el punitivismo es la prisión preventiva, la restricción de las excarcelaciones y la destrucción del sistema de ejecución penal. Aquí y allá, lo de siempre: cárceles como depósitos, política criminal selectiva y dejar actuar a la Policía. Las personas privadas de libertad son inhabilitadas, el encierro obtura las vidas, se mantiene activo el sentimiento de venganza y el sufrimiento no solo atrapa a quien cometió un delito, sino también a su familia y a su entorno (en particular, a las mujeres que sostienen los cuidados). En esta nueva ofensiva hay un modelo de ejecución de penas que se desarma, y con él sus principios fundamentales: el de la reinserción social, el de la progresividad y el de la individualización de la pena. En los últimos años, hemos asistido a reformas regresivas, sin ninguna clase de evaluación, pensadas para categorías enteras de personas, especialmente para quienes cometen delitos contra la propiedad o comercializan drogas.

El diagnóstico de Cesaroni se acompaña siempre de la reafirmación de dos cuestiones normativas fundamentales: en primer lugar, aun quienes cometieron los delitos más graves deben tener la oportunidad de cambiar y, en segundo lugar, la dignidad humana no se puede perder en una condena, asunto que hay que sostener incluso para los casos más reprochables y ofensivos. El último ejemplo de desarrollo del punitivismo es la llamada guerra contra las drogas. El paradigma prohibicionista solo ha incrementado la persecución, el encarcelamiento, la estigmatización y el hostigamiento de los eslabones más débiles de la cadena. Este proyecto político-institucional ha creado un mundo de complejidades y complicidades, de violencias que nunca acaban y de mercados ilegales que muchas veces terminan regulados por los propios aparatos policiales. Tal vez esto último ha resultado más evidente en Argentina que en Uruguay, pero en ambos casos hemos asistido a una profunda reconfiguración de muchos barrios de las clases populares. La acción punitiva ha sido intensa en este aspecto, tanto como su incapacidad de reflexionar sobre su limitado éxito más allá de los cientos de operativos y sobre sus consecuencias adversas.

No faltarán voces que le señalen al planteo de Cesaroni la ausencia de algunos temas relevantes, como el problema de las armas de fuego, y más detalles analíticos sobre las prácticas concretas de las instituciones del sistema penal. Habrá quien observe que solo se tematiza el sufrimiento que impone el castigo, soslayando el daño real que produce el delito. Otros dirán que el diagnóstico no puede ser completo si solo se reconoce el alcance del punitivismo, sin valorar concepciones, filosofías y puntos de resistencia. Al fin y al cabo, si la crítica a las posturas centradas en el castigo es tan demoledora y persuasiva, ¿por qué ese proyecto político recibe tantas adhesiones?, ¿por qué las corrientes antipunitivistas no logran un mayor calado político?

El punitivismo es una poderosa fuerza sociopolítica, hegemónica, legitimada en la ilusión, el miedo, el sentido común, la venganza. Por eso no necesita ni evidencias ni argumentos sofisticados para reproducirse. Se expande a través de su propio impulso. Y, por la misma razón, las corrientes que lo enfrentan tienen tantas dificultades para sostenerse. En este contexto, no faltan académicos que se solazan con esa asimetría, acorralando a las corrientes críticas por su falta de compromiso con la evidencia y la cientificidad, pero sin confrontar jamás con las ideas y las instituciones que conforman la realidad tal cual se impone.

Aun así, la perspectiva antipunitivista tiene desafíos de gran magnitud. El primero, el de ser capaz de pluralizar asuntos y enfoques, promover investigaciones, desarrollar datos, producir interpretaciones densas y procurar entender –en cada contexto– por qué, para qué y cómo se castiga. Y esa ambición de conocimiento no puede estar divorciada del ideal normativo de mitigar la carga de sufrimiento y deshumanización que supone el programa punitivista. Es posible que en este ámbito se identifiquen avances y logros (de nuevo, más evidentes en Argentina que en Uruguay), de modo que el alegato de Cesaroni pueda complementarse con otras líneas de estudio y reflexión que han puesto la mirada en los discursos, las representaciones, las prácticas institucionales y las dinámicas microsociológicas que estructuran los distintos campos. El segundo desafío es la traducción política del antipunitivismo. El panorama aquí es menos alentador que en el punto anterior. Los proyectos progresistas casi han abandonado esa tarea, aunque todavía se escuchan algunas referencias o fragmentos de antipunitivismo, sobre todo cuando esas fuerzas políticas están en la oposición. Es más fácil ver en la derecha lo que no se quiere identificar en sí. No se exagera si se señala que en este punto casi hay que volver a empezar y cimentar una nueva estrategia contrahegemónica. En este escenario, el libro de Cesaroni adquiere un inestimable valor político.

1. Claudia Cesaroni (2021). Contra el punitivismo. Una crítica a las recetas de la mano dura. Buenos Aires: Paidós.


Autor Rafael Paternain, 8 abril, 2022. Brecha 1898.

 

miércoles, 13 de abril de 2022

El aumento de los precios profundiza la caída del salario real

 

Al levantar la mirada se observa que el aumento del precio de los alimentos y de los insumos básicos comenzó, y con fuerza, bastante antes que la guerra. Durante los últimos dos años, antes de la invasión, el ingreso medio de los trabajadores ya había caído un 5,23 por ciento.

Tomemos un salario promedio. Es decir, un monto nominal que sea representativo del salario que perciben, por mes, los trabajadores y las trabajadoras del país. No es sencillo. Habría que descartar, en principio, el salario mínimo nacional, que en 2022 se ubicó por encima de los 19 mil pesos, porque si se tiene en cuenta la masa global de los asalariados, muy pocos cobran mensualmente con el salario mínimo como referencia. En todo caso, ese indicador serviría para mensurar la situación de los asalariados con ingresos más sumergidos, en cuya economía –no hace falta aclararlo– el impacto del aumento de los precios es notoriamente mayor. Pero si el propósito es tomar un valor que represente mejor a esa gran masa de asalariados, la Encuesta Continua de Hogares ofrece algunas herramientas más precisas. Si se recogen los datos de la encuesta para 2019, se constata que el ingreso promedio de los ocupados formales se ubicó en el entorno de los 35 mil pesos líquidos. Es decir, a comienzos de 2020 ese era el promedio aproximado de ingresos mensuales de los trabajadores asalariados en Uruguay. No el más frecuente, ni el menos extremo, sino el promedio.

El Instituto Cuesta Duarte (del PIT-CNT) tomó esa cifra como punto de partida, con el objetivo de detectar cuál había sido la trayectoria del salario desde enero de 2020 hasta enero de 2022. Para eso tuvieron que observar cómo se comportaban esos 35 mil pesos a lo largo de dos años. ¿De qué forma? Aplicando, a ese monto, los porcentajes que arroja el índice medio de salarios (IMS). El IMS es un indicador que informa acerca de las variaciones mensuales de los ingresos en todo el país: si bajan, si suben, si se mantienen. De modo que llegaron a la conclusión de que –ajustes mediante– aquel salario que promedió 35 mil pesos al inicio de 2020 se había convertido –dos años después– en 39.750 pesos. ¿Aumentó? No exactamente. Más bien, lo contrario. ¿Por qué? Porque los precios de los productos y los servicios en el mercado presentaron una tendencia al aumento casi incesante durante el mismo período. De hecho, en promedio, el aumento de los precios fue mayor que el aumento del salario. Cuando sucede este fenómeno –el poder de compra disminuye–, se habla de una caída del salario real. Si bien la caída del salario real es fácilmente constatable durante todo el período de ejercicio del actual gobierno, había comenzado antes de la asunción de Luis Lacalle Pou. Durante los dos últimos años de gobierno de Tabaré Vázquez, el crecimiento del salario real dejó de ser una constante.

El indicador a partir del que se puede observar la evolución de los precios se llama índice de precios al consumo (IPC). El IPC monitorea una serie de ítems (como alimentos, salud, transporte, educación, vestimenta, etcétera) que son de consumo habitual en los hogares. Y luego arroja una cifra global de evolución de los precios. Habitualmente esa cifra se da a conocer no solo con su variación mensual, sino con el acumulado de los últimos 12 meses. A partir de ello es que se puede afirmar que, en los últimos dos años, los precios tuvieron distintas evoluciones, aunque siempre se movieron, en promedio, en el contexto de una caída del salario real: aumentaron más que los salarios. A la vez, presentaron dos picos de aumentos importantes. El primero ocurrió pocos meses después de que asumiera el gobierno de coalición, en el contexto conturbado de la pandemia de covid-19. En mayo de 2020, el aumento producido en los últimos 12 meses sobrepasó el 11 por ciento, algo que no se veía en décadas. Un cifra más que peligrosa, además, teniendo en cuenta que las pautas salariales de los consejos de salarios habían introducido una «cláusula gatillo» para el caso eventual de que el aumento general de los precios alcanzara el 12 por ciento. En aquel entonces –además de aspectos comerciales vinculados a la pandemia–, un elemento explicaba gran parte del aumento global de los precios: la disparada del precio de los alimentos.1 Especialmente los del rubro hortofrutícola. Aunque también parte de la explicación atribuyó un papel importante al aumento repentino del dólar que se registró en esos meses. Los importadores de alimento (con gran presencia en el mercado) se apoyaron en este factor para explicar la suba del precio de los productos a escala mayorista. El comercio minorista y las grandes cadenas de supermercados –que también aumentaron los precios en góndola– se escudaron alegando que simplemente eran «tomadores de precios» y respondían al comportamiento de los proveedores. Y desde el sector hortifrutícola se explicó que el fenómeno se debió al aumento repentino de la demanda, sumado a factores climáticos, que suelen determinar la alta variabilidad de la cadena de valor de los productos. La respuesta del gobierno, en tanto, fue la puesta en funcionamiento de un «acuerdo voluntario de precios» con los principales actores de la cadena, cuyo alcance fue relativo.

El segundo pico en el aumento global de los precios está en plena marcha. Hay que recordar que el Banco Central del Uruguay había definido un «rango meta» para la inflación, que debería ubicarse entre un 3 y 7 por ciento. Se trata de un ideal, que, según se entiende, traería cierta estabilidad y reduciría la incertidumbre en torno a las operaciones económicas. Este mes, sin embargo, el aumento global de precios de los últimos 12 meses llegó al 8,85 por ciento. De hecho, si se tienen en cuenta los últimos dos años, tan solo hubo dos meses (abril y mayo de 2021) en los que el aumento de los precios estuvo dentro del rango meta. Luego de ese piso, rápidamente la curva volvió a subir. Es decir, el aumento de precios de febrero no fue excepcional. Más bien refleja una tendencia que se registra desde hace varios meses. En este caso, los alimentos y las bebidas no alcohólicas tuvieron, otra vez, una incidencia determinante. Las variaciones al alza de los productos incluidos en esa categoría explican por sí solos más del 50 por ciento del aumento general. Aumentaron principalmente las hortalizas y las legumbres, alimentos cuyos precios suelen variar debido a factores estacionales. Sin embargo, también subieron –aunque en menor medida– los precios de la carne, los lácteos, los huevos, el pan y los cereales. Algunos de estos aumentos, aunque no expliquen la totalidad del fenómeno, estarían relacionados con el impacto económico de la invasión rusa a Ucrania (especialmente en productos como el trigo) y con el alza del precio del petróleo. Se trata de impactos globales que también generan dificultades locales extras (véase en este número «Dejar hacer»). Mientras algunos actores empresariales (como el Centro de Industriales Panaderos) ratifican que habrá nuevos aumentos de precio y los analistas prevén que la inflación seguirá una trayectoria ascendente en los meses que siguen, el gobierno dice estar estudiando medidas para intentar frenar la presión. Como quiera que sea, con este segundo pico de aumento de los precios, no parece haber en el horizonte próximo un escenario de recuperación del salario real.

Para constatar lo anterior, una mirada de largo plazo. Como se adelantó, el sueldo promedio de los asalariados uruguayos a comienzos de 2020 era de aproximadamente 35 mil pesos. En 2022 –IMS de por medio– se transformó en 39.750 pesos. Es decir, aumentó un 13,57 por ciento. No obstante, disminuyó notoriamente en términos reales, porque el IPC se incrementó en un promedio de 18,8 por ciento. Según el monitoreo que lleva adelante el Ministerio de Economía, en enero de 2020 el precio del aceite de girasol de 900 centímetro cúbicos, por ejemplo, era de 72 pesos; dos años después el precio subió a 118 pesos (aumentó un 64 por ciento). El cálculo se puede repetir para distintos productos de la canasta hogareña, en este caso tomando como referencia los precios de la cadena de supermercados Devoto. Por ejemplo, la aguja vacuna sin hueso cotizaba en enero de 2020 a 219 pesos el quilo, dos años después cuesta 299 (37 por ciento de aumento), la carne picada aumentó un 24 por ciento en dos años, el agua de mesa de 2,25 litros, un 24 por ciento, el quilo de arroz blanco, un 36 por ciento, los fideos secos al huevo, un 27 por ciento, la harina de trigo 000, un 33 por ciento, la media docena de huevos colorados, un 19 por ciento (igual que la manteca de 200 gramos), el jabón de tocador de 90 gramos, un 57 por ciento, un champú de 400 mililitros, un 26 por ciento y un paquete de papel higiénico de cuatro rollos de 30 metros, un 35 por ciento. Lo mismo puede constatarse para algunos productos de los servicios estatales, como la luz o el agua. En el caso de ANCAP, por ejemplo, el litro de nafta se incrementó un 36 por ciento en dos años y una garrafa de supergás de 13 quilos aumentó un 29 por ciento. A febrero de 2022, los precios de algunos de estos productos subieron aún más (como la carne o el arroz). Respecto de lo anterior, el Instituto Cuesta Duarte explica: «El 50 por ciento de los hogares de menores ingresos destina en promedio un tercio de su presupuesto a alimentos y bebidas no alcohólicas, mientras que en el conjunto de los hogares esta proporción es de la cuarta parte. Otro elemento a tener en cuenta es que tanto los alimentos como los servicios públicos básicos, el supergás y los bienes de higiene personal y del hogar son rubros de difícil o casi imposible sustitución, por lo que el incremento de sus precios produce un impacto en los hogares que resulta muy difícil de eludir».2

Además del aumento de los precios, un factor que acentuó la caída del salario real en los últimos dos años es el revés que los trabajadores sufrieron en el ámbito de la negociación colectiva. En primer lugar, recordemos que en 2020 tendría que haber tenido lugar la octava ronda de consejos de salarios. En virtud de la incertidumbre económica relacionada con la pandemia, el Poder Ejecutivo –con la anuencia del PIT-CNT y las gremiales empresariales– logró suspenderla y estableció una «ronda puente». Esa ronda finalizó en julio de 2021 y fue ampliamente desventajosa para los trabajadores. Grosso modo, la pauta estableció que, entre julio de 2020 y julio de 2021, se aseguraba un ajuste salarial del 3 por ciento. Pero al final del período debería restarse el porcentaje de la caída del PBI durante el período, que finalmente se ubicó en el entorno del 6 por ciento. Además, la inflación durante el «puente» superó el 7 por ciento, con lo cual el aumento previsto inicialmente fue totalmente absorbido por los demás factores. La recuperación se postergó. Luego, en julio de 2021, se inició la novena ronda de consejos de salarios, con el objetivo –otra vez– de recuperar lo perdido. Según un informe del Instituto Cuesta Duarte de diciembre del año pasado,3 respecto a los resultados de la negociación general, la gran mayoría de los grupos de actividad mantuvieron la pérdida salarial, confiando en que la recuperación no se aplazara más allá de 2023. Para ello, el gobierno incluyó en la pauta de los convenios un estimado de la inflación (entre julio de 2021 y junio de 2022) de un 5,57 por ciento. La recuperación tiene para rato, pues, según el Instituto Cuesta Duarte, la inflación acumulada de julio a febrero ya superó esa expectativa y alcanzó el 6,45 por ciento.4 Desde el instituto afirman: «Una nueva caída del salario real en 2022, en el marco de una economía que, según las proyecciones gubernamentales, se expandirá 3,8 por ciento, va a representar una nueva pérdida en la participación del ingreso total para los trabajadores, en la medida en que salario y empleo crecerán menos que la riqueza generada».

1. Véase «¿Quién vacía el sobre de la quincena?», Brecha, 12-VII-20.

2. Instituto Cuesta Duarte, «La inflación, el precio del aceite y su efecto en el bienestar de los hogares. Dos miradas complementarias de un mismo fenómeno», marzo de 2022.

3. Instituto Cuesta Duarte, «Novena ronda de consejos de salarios. Resultados preliminares y evolución reciente del salario real», diciembre de 2021.

4. Instituto Cuesta Duarte, «Apuntes sobre la inflación», febrero de 2022.

Repdroduccion de articulo originariamente publicado en Brecha. Título original  “Falta y resto” autor  Venancio Acosta. Brecha 18 marzo de 2022