Difícil
encontrar una expresión de empleo corriente que convoque a opiniones tan
contrarias y a la que se atribuya significados tan distintos como pasa con la
palabra huelga.
Para unos,
se trata de un derecho conquistado tras luchas sociales y políticas dirigidas a
asegurar condiciones laborales dignas que permitieron reconocer al “factor”
trabajo frente al interés predominante del beneficio empresarial y el vaivén
del mercado. Para otros, en cambio, la huelga es una especie de patología o
disfunción social que atenta contra la producción, la población, la estabilidad
y el interés de la nación. Hay también quienes se sitúan en un plano ideológico
pretendidamente más refinado, y postulan que las huelgas son una rémora
obsoleta de contradicciones ya superadas entre trabajadores y empleadores
disueltas por el wind of change de fines de los 80 del siglo pasado. La palabra
huelga es conflictiva, tanto o más que el conflicto que designa.
En los
discursos oficiales de estos días aparecen algunas aristas de esta
controversia. Su recurso retórico es conocido: ante cualquier huelga se
comienza por admitir el derecho que asiste a los trabajadores, pero a renglón
seguido se dice que la medida es inadecuada o excesiva o que cuestiona la
autoridad o que tiene carácter político. O todo a la vez.
En
definitiva, se trataría de un derecho fundamental de las personas, cuya
efectividad está constitucionalmente asegurada (artículo 57), pero que, vaya
cosa, se ejerce siempre de mala manera.
El argumento de autoridad
Una de las
objeciones sobre la que han insistido recientemente autoridades de la enseñanza
y jerarcas ministeriales es que la huelga no puede cuestionar la autoridad del
empleador, en tanto la ciudadanía les habría encargado la potestad de gestionar
todo.
La molestia
no es nueva. Esa misma inquietud de los jerarcas del gobierno y de muchos
empleadores del ámbito privado por sentir cuestionada su autoridad por las
huelgas no debe ser muy distinta a la que padeció el faraón Ramses III en el
año 1155 a. C. cuando un grupo de artesanos se negó a continuar trabajando en
el Valle de los Reyes en reclamo de mejores condiciones de vida y trabajo,
según se relata en un papiro de la época conservado en el museo egipcio de
Turín.
Hay al
menos dos razones sustantivas para oponer a este punto de vista secular. En
primer lugar, hay que entrever que toda huelga se hace en rechazo a una
decisión adoptada por quien detenta una posición de poder, casi siempre el
empleador directo. Esto inevitablemente implica un grado variable de
desconocimiento, no de la autoridad en general, pero sí de la legitimidad de
cierta medida, como puede suceder en el caso de una reestructura con pérdida de
empleos, afectaciones de la profesionalidad, sanciones que se perciben como
injustas, incumplimiento de condiciones de salud y seguridad, cuestiones
salariales, etcétera.
La huelga
no se hace para agradar al empleador, sino para manifestar y hacer valer el
reconocimiento de la parte laboral y su interés propio y distinto. Sostener que
las huelgas nunca deben cuestionar la autoridad no es un buen punto de partida
para establecer un diálogo entre iguales.
Esto nos
lleva a una segunda razón: si la posición oficial sostiene que las huelgas no
deben cuestionar la autoridad, es porque se concibe que en el ámbito de la
empresa o de la institución hay una rígida división entre quienes mandan y
quienes obedecen. Los primeros estarían amparados en su hacer por el dogma de
la infalibilidad. Una cosmovisión de ese tipo es obsoleta de verdad. Supone el
absolutismo del poder y que la racionalidad está sólo de un lado.
Aunada con
este tipo de enfoques, se aduce que la huelga es excesiva por el perjuicio que
ocasiona. Así como no hay modo de hacer una huelga que no sea para resistir
decisiones u omisiones de un empleador, tampoco hay modo de hacer una huelga
que no provoque molestias. Es más: para eso es que se hacen, y el Comité de
Libertad Sindical de la Organización Internacional del Trabajo (OIT) lo dice
con total claridad cuando en sus dictámenes indica que “las huelgas, por
naturaleza, ocasionan perturbaciones y costos” (Recopilación de Decisiones,
párrafo 755).1 Si pudiera medirse, uno podría decir que cuantos más discursos
contrarios desata una huelga, más efectiva resulta.
La huelga
no se hace para agradar al empleador, sino para manifestar y hacer valer el
reconocimiento de la parte laboral y su interés propio y distinto.
Con esto no
quiere significarse que el debate sobre el tipo de movilización esté clausurado
y que todas las medidas sean pertinentes y que la huelga no tenga límites. El
problema está en que un discurso oficial tan previsible y monocorde genera
sospecha de estar flechado, poniendo obstáculos para la salida de los conflictos.
Los sindicatos y la política
Además del
argumento de autoridad, las huelgas son también descalificadas por
adjudicárseles un objetivo meramente político. Así, un reclamo sindical contra
una norma presupuestal, una propuesta educativa o una reforma de la seguridad
social se considera como una intrusión en política. El movimiento sindical
debería, en esos temas vitales, mirar para el costado.
La OIT ha
expresado de manera reiterada que “los intereses profesionales y económicos que
los trabajadores defienden mediante el derecho de huelga abarcan no sólo la
obtención de mejores condiciones de trabajo o las reivindicaciones colectivas
de orden profesional, sino que engloban también la búsqueda de soluciones a las
cuestiones de política económica y social y a los problemas que se plantean en
la empresa y que interesan directamente a los trabajadores” (Recopilación de
Decisiones, párrafo 758). La cita es pródiga en diversificar el abanico de
intereses que pueden ser defendidos por los trabajadores y sus organizaciones,
por lo cual obtura, a nuestro juicio, toda posibilidad de restringir la
finalidad de la huelga a la inmediatez del salario y el empleo. La democracia
tiene una dimensión económica y social que demanda que las organizaciones
intermedias puedan reflejar el pluralismo de opiniones e intereses existentes,
sin estrechar el horizonte de sus expectativas.
Un último
rebote de esta restricción han sido las medidas disciplinarias impuestas a
trabajadores de la enseñanza pública que manifestaron su rechazo a un proyecto
de reforma constitucional, caso respecto del cual recientemente la OIT ha
expresado su preocupación a efectos de que las sanciones “no tengan hacia el
futuro un efecto disuasorio sobre la acción de las organizaciones sindicales en
situaciones que involucren la defensa de los intereses de sus afiliados”
(Informe del Comité de Libertad Sindical en el caso 3420, párrafo 644).
La
discusión planteada en el Parlamento acerca de si el dictamen es obligatorio o
no desplazó lo realmente importante, que es el pedido de la OIT al gobierno
nacional de que “asegure la existencia de un equilibrio razonable entre la
obligación de neutralidad política de los docentes públicos en el ámbito
educativo establecida por la Constitución del Uruguay y el derecho de las
organizaciones de docentes a expresar sus opiniones sobre cuestiones económicas
y sociales que puedan afectar a sus miembros y a poder difundir las mismas en
el lugar de trabajo, teniendo en cuenta la necesidad de no menoscabar la
educación de los niños y que tome las eventuales acciones necesarias a ese
respecto” (párrafo 653).La
recomendación debería conducir a ponerse a resguardo de cualquier rápida
calificación de “proselitismo” cuando los sindicatos hacen público un parecer
sobre políticas que tienen que ver con su profesionalidad o cuando ejercen su
libertad de expresar opiniones sobre asuntos que de algún modo les conciernen.
Tomarse
“los derechos en serio”, como se denomina un libro clásico del derecho
norteamericano, implica en estos casos entrar en el juego fino del análisis de
los derechos ciudadanos de todos y los laborales de los/as trabajadores/as, lo
que impone descartar de plano la inmediata tentación de la autoridad de someter
los desencuentros a los procedimientos disciplinarios, laberinto del que luego
es difícil salir.
Alguien
podrá decir que esta nota no es otra cosa que un inventario de obviedades, con
un título prestado, en parte, de un relato de Alejo Carpentier. Pero el recurso
al “viaje a la semilla”, o sea, la vuelta a las explicaciones más llanas, es
preferible a correr el riesgo del olvido o la distracción.
https://www.ilo.org/global/standards/subjects-covered-by-international-labour-standards/freedom-of-association/WCMS_635185/lang--es/index.htm
↩
Extraído de
La Diaria del día 9 de agosto de 2023. Titulo original: ¿Para qué se hacen las
huelgas? (un viaje a la semilla). Autor: Hugo Barretto Ghione. Hugo Barretto
Ghione es profesor titular de Derecho del Trabajo y de la Seguridad Social de
la Universidad de la República.