El Ministerio de Vivienda y
Ordenamiento Territorial (MVOT) reconoce un déficit habitacional absoluto de,
por lo menos, 50 mil viviendas. El cálculo de ese déficit tiene el problema de
que cada vez que se intenta determinarlo se lo hace de una forma distinta,
tratando no de construir una serie que permita analizar su evolución, sino de
ser originales o –tal vez– de que dé el menor número posible.
Por eso otros cálculos, siguiendo,
por ejemplo, la metodología que empleó Juan Pablo Terra en 1963, cuando hizo la
estimación para la CIDE (Comisión de Inversiones y Desarrollo Económico), dan
cifras bastante más altas, cercanas a 80 mil (casi el mismo resultado que daba
entonces).
Pero demos el número del ministerio
por bueno, que ya con eso tenemos bastante y que, además, tiene dos ventajas:
seguramente es un número por defecto, y curiosamente –o no– coincide con la
cantidad de unidades que la actual ministra de Vivienda, la abogada cabildante
Irene Moreira, anunció, allá por la fecha de su asunción, que se proponía
construir en el quinquenio.
Aquí corresponde una aclaración. El
déficit no es algo fijo, sino que es dinámico: se reduce si se construyen
viviendas o la gente emigra, y aumenta si lo hace el número de hogares, se
reciben inmigrantes o se desechan las viviendas que ya son irrecuperables. Por
lo tanto, para eliminar el déficit no solo hay que construir ese número de
unidades, sino también las que hacen falta, año a año, para evitar que se
incremente, lo que sería la demanda anual. Dicho de otra forma:
para eliminar el déficit hay que construir esas 50 mil viviendas, además de
las que ya se están construyendo, lo que implica que hacen falta recursos adicionales.
***
Pues bien, construir una vivienda urbana completa
por el sistema más económico, que es el de las cooperativas de vivienda,
cuesta, en promedio, poco más de 2.700 unidades reajustables (UR), o sea, unos
97 mil dólares. Viviendas adecuadas, desde luego, porque las viviendas que se
hacen para abatir el déficit no pueden ser ellas mismas deficitarias: en
materiales, superficie, servicios u otras características básicas.
De esos 97 mil dólares, el 85 por
ciento lo financiaría el Estado, mediante un préstamo, y el 15 por ciento
restante, las y los propios interesados, mediante su trabajo o su ahorro. De
modo que la inversión necesaria por parte del Estado sería de unos 83 mil
dólares por vivienda.
Por lo tanto, para construir esas 50
mil viviendas, que suponemos que son las que están faltando, se necesitarían
unos 4.150 millones de dólares. Parte de ese dinero vuelve, porque se trata de
préstamos, pero parte no, porque, para que ninguna familia quede afuera, se
aplican subsidios para cubrir la parte de la cuota mensual que la destinataria
no pueda pagar.
El segmento que constituye un
préstamo, como tal, va a ser devuelto y con intereses, de modo que solo debemos
contabilizarlo financieramente, ya que retornará y podrá volver a ser prestado.
Solo que el retorno completo demorará 25 años, y, al cabo de los diez primeros,
por ejemplo, únicamente se habrá amortizado poco más de un tercio de lo
invertido en el primer año, porque el resto corresponde a intereses, si estos
son del 2 por ciento en UR, que es la tasa que cubre los costos operativos (la
de mercado sería de alrededor del 5 por ciento). En cambio, la parte que
constituye un subsidio es, por supuesto, a fondo perdido, y por eso no puede
provenir de otro origen que no sean los fondos presupuestales.
Respecto de los intereses, tampoco
deben tenerse en cuenta para obtener esos 4.000 millones de dólares necesarios,
porque si algún día se reconociera que la vivienda social no debe pagar tasas
lucrativas (y mucho menos debe pagar impuestos), sino solo las que cubren los
costos operativos, no habría ningún excedente. Ese día no está tan lejano como
podría parecer: la Agencia Nacional de Vivienda ya está adoptando ese criterio
para financiar el acceso a unidades vacantes de los conjuntos habitacionales, y
las cooperativas, que ya tuvieron esas tasas entre 1995 y 2008, desde entonces
reclaman su reimplantación.
***
¿En qué plazo debería hacerse esta
inversión que, como ya se dijo, es solo para eliminar el déficit actual, a lo
que debe sumarse la necesaria para mantener y mejorar el stock,
atender las necesidades de los nuevos hogares y reponer las unidades que se van
volviendo obsoletas? Desde 1968, en que la Ley Nacional de Vivienda, 13.728, se
propuso eliminar en 15 años ese déficit, por entonces estimado en más de 80 mil
viviendas, nadie ha osado asumir un compromiso al respecto.
Supongamos, por lo tanto, que
queremos construir esas 50 mil viviendas en diez años (un plazo más corto que
el que se propuso la ley, teniendo en cuenta que se trata de menos viviendas).
Al cabo de esos diez años, en un promedio aproximado, se habrá devuelto en
amortizaciones un 15 por ciento del total prestado, por lo que la nueva
inversión necesaria sería el 85 por ciento del cálculo anterior, o sea, unos
3.500 millones de dólares, de modo que la inversión anual debería ser de unos
350 millones de dólares.
Se trataría de construir vivienda
nueva, por lo que esa cifra debe compararse con lo que se está invirtiendo
actualmente en la materia: poco más de 6 millones de UR anuales promedio en el
último septenio, que incluye un plan quinquenal de vivienda y un gobierno
completo, y otro plan y gobierno casi mediados. Volviendo a los dólares, a la
cotización actual, unos 220 millones. Primera conclusión: habría que aumentar
en el entorno del 150 por ciento los recursos actuales.
***
Una parte de ese incremento necesario
debería provenir de elevar la inversión pública, del escuálido cinco por mil
del producto bruto interno actual, por lo menos, al doble. Pero es impensable
que todos los recursos salgan de esa fuente, por lo que se hace necesario
contar con la inversión privada.
Este razonamiento fue el que llevó,
en 2011, a exonerar de impuestos a la vivienda con financiamiento privado,
mediante la ley 18.795, conocida inicialmente como de vivienda de interés
social, y hoy, por recato, de vivienda «promovida». Se obtuvieron inversiones
muy importantes, pero faltó implementar los mecanismos que iban a lograr que el
enorme esfuerzo que hacía el Estado para captar esa inversión (renuncias
fiscales anuales de 70 a 80 millones de dólares) fuera a parar efectivamente a
la construcción de vivienda social, lo que no son, por cierto, las viviendas
«promovidas».
Y aquí es donde aparece el dilema:
cómo captar inversión privada, para complementar la pública, de modo que el
resultado pueda tener verdadero impacto en la vivienda social. Es claro que,
para este fin, la inversión especulativa no sirve ni interesa: quien quiera
multiplicar rápidamente su capital, si lo hace dentro de la ley, está en todo
su derecho, pero no puede esperar que el Estado lo ayude, porque esa no es su
función. No debería serlo.
La ley 13.728 planteaba dos caminos
con este objetivo: uno era la captación de ahorro privado (y público también)
mediante la emisión de títulos u obligaciones hipotecarias, en valores
reajustables y con tasas de interés con una rentabilidad razonable, lo que se
hizo durante mucho tiempo con el eslogan de la «triple garantía del Banco
Hipotecario» (la del banco, la del Estado y la de las hipotecas de los bienes
que se construían o compraban con los préstamos que se daban con esos
recursos).
Esa idea fue retomada a fines de los
noventa, apuntando a utilizar, por ejemplo, el ahorro de las AFAP, pero se
prefirió el camino de invertir esos cuantiosos capitales en papeles de deuda
externa de dudoso respaldo (porque en buena parte van a pagar, a su vez,
intereses de otras deudas, particularmente la externa). Y se volvió a ella hace
poco, cuando el MVOT intentó, mediante un fideicomiso, adelantar la utilización
de recursos presupuestales previstos para el final del período. Pero la
respuesta desde Economía fue otra vez no, ahora porque no se quería aumentar el
endeudamiento público.
El segundo camino previsto por la ley
13.728 era acudir a los que se llamó «promotores privados» (artículos 50 a 52
de la ley, un prodigio de claridad y concisión). La idea era una asociación
entre el Estado y un privado con capacidad de inversión (en aquella época,
generalmente, empresas constructoras), en la que el primero ponía el 60 por
ciento de los recursos mediante un préstamo que le daba al segundo, que
aportaba el 40 por ciento restante, construía las viviendas y las vendía,
directamente o a través del Estado, que generalmente intervenía también
otorgando préstamos individuales a las y los compradores. El privado recuperaba
su inversión (ganancia incluida) al venderse la vivienda, momento en que, además,
trasladaba el préstamo que había recibido al comprador (novación de deuda).
El sistema tenía dos importantes
ventajas: que el Estado fijaba los precios de venta, y el privado
tenía que tratar de construir con ese dinero la mejor vivienda posible, porque
de venderla dependía el que consumara su negocio, y que el privado
invirtiera efectivamente estaba asegurado, porque era imprescindible para
completar el financiamiento. Y, a su vez, el Estado fijaba los estándares
mínimos y determinaba dónde le interesaba que se construyera.
De esta forma surgieron algunos
conjuntos emblemáticos del Plan de Vivienda, como el Parque Posadas, Carve
Aguada, el Complejo Millán o los edificios Ibia, construidos por empresas
importantes, pero también muchos conjuntos pequeños, de empresas medianas o
hasta pequeñas, que contribuyeron a rellenar huecos importantes, por su tamaño
o por su cantidad, de la trama urbana, fundamentalmente de Montevideo, pero
también de ciudades del interior.
Sin embargo, durante la dictadura,
los grandes inversores privados consiguieron que el sistema se desvirtuara
completamente al lograr que los «valores de tasación» (los precios a fijar) se
aumentaran enormemente, con lo que el 60 por ciento que ponía el Estado
alcanzaba para construir, o casi, y solo había que sentarse a esperar que la
obra se terminara para constituir las ganancias. Los precios quedaron fuera del
alcance de los sectores a los que se dirigía (como con la vivienda promovida:
historia conocida, como diría el poeta) y eso, junto con el hecho de que, pese
a todo, muchos proyectos quedaron sin terminar, fue el fin del sistema.
¿Cómo se podrían determinar los topes
de precio? No se trata de apelar al voluntarismo, sino a la experiencia. Y tal
como los préstamos a las cooperativas se definieron, hace ya unos años,
partiendo de los valores de licitación de las obras por empresa, sumándoles o
restándoles los rubros en que la modalidad o hasta la tributación es distinta,
aquí se podría hacer al revés, tomando como referencia los valores a los que
construye la producción social.
***
El tema es muy importante y urge
encararlo, con cabeza abierta, pero sin apartarse del objetivo de que se trata
de construir vivienda social. La inversión privada es imprescindible, pero no
puede ser sin condiciones, porque ya está visto a qué conduce eso. ¿Hay algo
más para inventar? Si lo hay, bienvenido. Pero, a veces, mirar al pasado ayuda,
para recuperar ideas y experiencias, y para aprovechar de los aciertos y los
errores ya vividos.
EXTRAIDO DE BRECHA N° 1925. TITULO ORIGINAL: “PENSANDO EN EL PLAN DE VIVIENDA QUE NECESITAMOS. El dilema de recurrir a
la inversión privada” Autor: Benjamin Nahoum, 14 de octubre, 2022