DISCURSO DE FRUGONI SOBRE LA LEY DE OCHO HORAS
JORNADA DE 8 HORAS
DISCURSO CENTRAL
28 de mayo de 1913
Yo esperaba que algún otro compañero de la Comisión de Trabajo interviniera en
este debate antes que yo. Tenía manifestaciones particulares de algunos de
ellos que me permitían esperar esa intervención que hubiera sido,
indudablemente, muy oportuna y eficaz.
Tócame pues, a mí, con el apremio a que nos obliga esta sesión permanente,
hacer algunas consideraciones, que no serán todo lo extensas que yo
hubiera deseado porque me voy a ver en la necesidad de resumir, para no
imponerle a la Cámara que me escucha el castigo de una atención demasiado
prolongada, que le resultará tanto más penosa, cuanto que no son muchas
mis aptitudes para revestir de amenidad esta clase de temas.
Confieso que a mí no me tomó de sorpresa la insistencia del señor diputado
Rodríguez, en su moción de aplazamiento, moción de aplazamiento que la
Cámara parece haber desechado ya, al decretar esta sesión permanente. No
me tomó de sorpresa esa moción porque ya sabía yo que la argumentación del
señor miembro informante, doctor Vecino, no tendría la virtud de convencer
al señor diputado Rodríguez , no porque esa argumentación careciese de fuerza,
sino porque bien había podido verse desde el principio de este debate que
el encarnizado impugnador había venido dispuesto a no dejarse convencer.
El ha declarado que sufrió un verdadero desencanto, porque esperaba que el
señor miembro informante refutara esa moción, y, en cambio, se encontró
con que el doctor Vecino se fue al fondo mismo del asunto, lo que ha
lamentado, precisamente, porque lo que conviene a la tesis que el
impugnador sostiene es que no se vaya al fondo de la cuestión.
Al fondo de la cuestión tendremos que ir, señor Presidente, una vez que las
cosas se han planteado en la forma en que acaba de colocarlas la
resolución adoptada por la Cámara respecto a la sesión que estamos
celebrando. Yo declaro que por lo que respecta al señor diputado
Rodríguez, no sufrí ningún desengaño, porque él ha dicho exactamente lo
mismo que yo esperaba que dijese. Siempre me pareció inevitable que a raíz
de la exposición del señor miembro informante, el diputado Rodríguez
manifestara que él continuaba creyendo que el asunto que nos ocupa debía
volver nuevamente al seno de la Comisión, para ser objeto de un estudio
más detenido, más completo, más acabado.
Yo podría añadir sin que me mueva el prurito de constituirme en profeta, que
si el señor diputado Rodríguez volviera a hacer uso de la palabra, después
de haber terminado yo de hablar – cosa que me parece, no tendremos el
placer de que suceda, en virtud de las manifestaciones hechas al principio
de esta sesión por el señor diputado Rodríguez – él diría que continuaba
perfectamente convencido de la necesidad de que este asunto se aplace. Y
hay más; acaso manifestara que, después de escuchados algunos de
los argumentos formulados por mí, está más convencido que nunca de la
necesidad de que el asunto se aplace, y hasta que se rechace de inmediato.
Porque no puede haber datos suficientes, ni razones bastantes, que
consigan mover a los opositores de este proyecto de la posición en que se
han colocado.
Últimamente, no eran ya razones lo que reclamaban, sino datos, datos
estadísticos, datos que demuestren que la Comisión de Trabajo sabe, por lo
menos, algo de lo que pasa en el terreno de la producción en nuestro país.
Se el reprochaba al señor miembro informante que no hubiera manifestado a
la Cámara cuántos trabajadores hay en la República, dato importantísimo y
fundamental, decía el doctor Rodríguez, que todas las Cámaras del mundo
exigen, cuando se someten a su consideración leyes de esta naturaleza.
Pero, ¡por Dios! ¡señor Presidente! este recurso de la impugnación se me
antoja de una ingenuidad conmovedora, enternecedora, estaría por decir que
arranca lágrimas a los ojos; porque según ese criterio, según esa
importancia fundamental y decisiva que quiere darse al dato de cuántos son
los obreros que hay en nuestra República, resultaría que no se podría
adoptar nunca ninguna disposición tendiente a tutelar a los hombres que
trabajan en el país, si antes no se sabe a ciencia cierta, con toda exactitud,
cuántos son los hombres que necesitan ese amparo.
Para saber si la ley de las ocho horas, por ejemplo, es conveniente o no, es
justa o es injusta, es humanan o es inhumana, habría que saber previamente
cuántos millares de trabajadores hay en el país. No importa que sepamos
que hay unos cuantos millares; tenemos que saber el dato estadístico con
toda exactitud, y mientras no tengamos a nuestra disposición los medios de
saberlo, tendríamos que dejar que todos esos millares imprecisos e
ignorados por la estadística, continúen sufriendo todos los rigores de
la explotación, padeciendo todas las injusticias y todas las opresiones,
fuera del alcance de la ley, que por lo visto sólo puede intervenir para
amparar a los hombres que han tenido la suerte de ser favorecidos con una
correspondiente anotación de la estadística que los haga figurar,
debidamente registrados, en sus cuadros numéricos.
Yo sé que la estadística es una gran cosa.
No seré yo quien niegue la importancia de la estadística, ni desconozca sus
ventajas y los grandes servicios que presta. Ella sirve, sobre todo, para
venir en apoyo de nuestras opiniones, para reforzarlas, para darles
principalmente una base sólida sobre la constatación de los hechos reales.
De ahí que la estadística sea imprescindible para el estudio de muchas de
estas cuestiones y que sea imprescindible también para la
confección de muchas leyes; pero la estadística no es el único fundamento ni la
única razón de ser de todas las leyes.
Incurriríamos en lo que yo me atrevería a llamar el fanatismo estadístico si
creyéramos que un Cuerpo Legislativo no está habilitado para dictar
ciertas y determinadas leyes, mientras no tenga en sus manos una estadística
completa que indique las proporciones o la magnitud adquiridas por los
males que se trata de combatir.
Si la estadística fuera el único fundamento y la única razón de ser de todas
las leyes, tendríamos que suprimir de las actividades parlamentaria la
parte precisamente más sabia y más fecunda; la parte que se refiere a las
leyes de previsión, porque las leyes de previsión tratan de males que
todavía no se han producido, es decir, de males que no han podido ser
todavía registrados por la estadística.
Por lo demás, aún tratándose de combatir males existentes, si bien la
estadística puede ser un auxiliar preciosísimo si no para demostrar a la
conciencia pública la necesidad de que se legisle en contra de esos males,
la necesidad de que se les ponga remedio, de que se trate de evitarlos,
aun cuando la estadística no existiera, siempre tendrían los
Cuerpos Legislativos de una nación donde tales llagas existen, el derecho
y el deber de legislar a ese respecto.
Así, por ejemplo, en la cuestión del alcoholismo, para que nosotros
abriguemos la convicción profunda de que es necesario tomar disposiciones
que pongan coto o límite al uso y abuso del alcohol, no es necesario que
tengamos a la vista los cuadros estadísticos que nos demuestren cuántas
son las personas que en nuestro país padecen los desastrosos efectos de
ese flagelo. A nosotros nos basta con saber que hay muchas personas que se
encuentran condenadas a las graves consecuencias del alcoholismo;
nos basta con saber, porque lo podemos constatar todos los días, que entre
nosotros el alcohol también produce los malos efectos que produce en los
demás países del mundo; nos basta con saber que el nuestro no es un país
de excepción, que pueda sustraerse al determinismo y a la influencia de
los factores que obran en los demás países del universo, y sabiendo
nosotros que en nuestro país el alcohol tiene por fuerza que producir los
mismos desastrosos resultados que produce en todas partes,
comprendiendo que en nuestro medio el alcoholismo tiene que extenderse
como se extiende en todas las sociedades modernas, nosotros podemos dictar
leyes que tiendan a limitar el comercio del alcohol o a reglamentarlo, sin
necesidad de que la estadística venga antes a decirnos que los
alcoholizados o alcoholistas que hay en la República ascienden a tal
número.
Por lo que respecta a la legislación industrial, el caso, en la mayoría de
las ocasiones, es exactamente el mismo. Yo recuerdo que al discutirse
una de las tantas mociones de aplazamiento que fueron elevadas al seño de
la Cámara – yo no sé si por espíritu obstruccionista, ya que los
autores de esas mociones declararon no estar inspirados en ninguna intención de
esa clase, pero sí indudablemente con el propósito de que este proyecto no
se discutiera o no se continuara discutiendo – recuerdo, decía, que al
tratarse una de esas mociones, algún señor diputado manifestaba que antes
de pronunciarse a favor de esta ley necesitaba saber, por ejemplo, el dato
de cuántos eran los niños y las mujeres que
estaban sometidos a tareas más o menos largas en las industrias del país, cuál
era el salario que percibían, cuáles eran las condiciones de trabajo en
que sus tareas se desarrollaban.
Los que se manifestaron partidarios de adoptar antes medidas tendientes a
reglamentar exclusivamente el trabajo de las mujeres y de los niños, que
son, indudablemente, los que más merecen la protección legal, porque son
los seres más débiles y más expuestos a los excesos de la explotación
capitalista; los que se mostraban partidarios, decía, de esta reglamentación
especial, reclamaban, como cosa imprescindible, para poder formar criterio
al respecto, el tener a la vista esos datos completos, esa estadística, y
parecían ellos declarar, desde luego, que mientras esa estadística no
viniera, no estaban habilitados para tratar de que se limitara la jornada
de trabajo a las mujeres y a los niños.
No les bastaba tener la constancia de que hay en nuestro país muchas mujeres
y muchos niños que trabajan en las industrias; no les bastaba tener la
constancia de que hay en nuestro país mueres y niños sometidos a jornadas
excesivas de 10 y de 12 horas, según lo constataron algunos distinguidos
colegas en una visita que hicieron a cierta fábrica del Sauce, y según
podemos constatarlo todos nosotros con extender apenas la mirada en torno
nuestro y advertir lo que sucede en el campo de la producción en la
misma Capital; era necesario que se supiera a ciencia cierta a qué número
ascendían los niños y las mujeres sometidos a esas jornadas excesivas.
Y bien señor Presidente, yo sostengo que no es imprescindible tener a la
vista el dato exacto de cuántos son los niños que en la actualidad se
encuentran sujetos a condiciones de trabajo no relacionadas con la
debilidad de su organismo, para que abriguemos la convicción de que es
forzoso que el legislador intervenga poniendo límites a la explotación del
capital; me basta saber que hay fábricas en la República donde los niños y
las mujeres trabajan más de nueve y de diez horas, para que yo adquiera la
convicción profunda, para que surja de inmediato en mi espíritu la
convicción profunda de que el legislador debe preocuparse de la cuestión,
poniendo un límite a la jornada de trabajo para amparar a esas débiles
víctimas.
Ese es al respecto mi criterio, que creo poder hacer perfectamente extensivo
al caso de esta ley sobre la jornada de las ocho horas que no solamente se
refiere a los adultos, sino que se refiere también a las mujeres y a los
niños, por los cuales tanto demostraban interesarse los mismos
impugnadores de este proyecto.
Lo curioso es que quienes reprochaban a la Comisión de Trabajo esta
insuficiencia en sus informaciones, incurrían en una flagrante
contradicción, porque recuerdo que uno de estos señores diputados, al
mismo tiempo que manifestaba, que él no podía votar las ocho horas
mientras no tuviera a su vista estadísticas completas respecto a
las condiciones de trabajo de los productores en general, en nuestro país,
decía que, en cambio, estaba profundamente convencido de que debía
legislarse para amparar a los pobres niños que andan vagabundeando por las
calles de la metrópoli.
Y bien: esa convicción ese señor diputado la había adquirido sin necesidad
de recurrir a los cuadros de la estadística, porque no hay hasta la fecha
ninguna estadística que nos indique, a ciencia cierta, cuántos son los
niños vagabundos que hay en la Capital, y que hay en la República, y
cuáles son, numéricamente expresadas, las condiciones de vida en que se
desarrollan su organismo y su espíritu.
De modo, pues, que ellos mismos admitían que se pudieran dictar leyes, leyes
tutelares de los seres que merecen y necesitan la protección legal, sin
necesidad de partir de la base de estadísticas ciertas, sin necesidad de
tener previamente a mano cuadros numéricos y demostrativos.
Por otra parte, a mí me extrañaba también un poco que el señor diputado
Rodríguez reclamara con tanta insistencia el dato fundamentalísimo de
cuántos son los trabajadores que hay en la República, cuando es de todos
los datos que pudieran habérsenos exigido, el más fácil de proporcionar.
En efecto: hay una oficina en el país que se encarga de distribuir entre
todos los señores diputados un grueso volumen, el “Anuario Estadístico del
Uruguay”, en una de cuyas páginas el señor diputado Rodríguez habría
podido encontrar el dato que tan insistentemente reclamaba.
No será un dato de última hora, porque las estadísticas en nuestro país se
hacen siempre con cierto retardo, a pesar del complicado organismo de que
disfrutamos al respecto, pero es un dato todavía útil, de hace tres o
cuatro años.
Está allí el cuadro estadístico del año 1908, en el cual se encontrarán
todos los informes que el señor diputado Rodríguez reclamaba. Yo me
he tomado el trabajo de transcribirlos para que el señor diputado saque de
estos datos, las consecuencias que él cree imprescindibles para la mejor
ilustración de su criterio al respecto.
En cuanto a mí, declaro que aun cuando se me demostrara que estos datos no
son verdaderos, que son equivocados, no por eso habría echado por tierra
mi convicción de que es necesario legislar, cuanto antes, sobre la jornada
de trabajo en el país. El censo industrial de 1908 indica que en la
República hay establecimientos que, en
conjunto, alcanzan al número de 16.017. De éstos, 11.750 son mercantiles; 2.408
son industriales y 1.859 son mixtos.
El personal que en ellos trabaja ascendía en 1908 a 67.398. De éstos, son
dependientes 15.643; éstos caerían comprendidos en la ley que nos
proponemos dictar: capataces 1.818; operarios 27.247; aprendices 5.157; peones
14.161; y no especificados 3.368. Trabajan dentro de los establecimientos
56.210; fuera, 11.184; son hombres, 60.264; mujeres, 7.130; menores de 12
años, 1.095; menores de 12 a
18, 10.697; de más de 18, 46.461; no especificaron edad, 9.141.
En Montevideo, los establecimientos son 7.037; de éstos, 1.356 son
industriales; 4.692, mercantiles;989, mixtos. El personal asciende a
la cantidad de 41.233. De éstos, son dependientes 9.187; capataces, 1.083;
operarios, 19.733;aprendices, 3.168; peones, 6.558; sin
especificar, 1.504. Son hombres 35.948; mujeres, 5.285; menores de 12
años, 425; de 12 a
18, 6.344; mayores de 18 30.924.
Datos más recientes de la Oficina de Trabajo, los que figuran en el
repartido, establecen que hay en Montevideo, 42.000 operarios. Estos
son los datos que con tanta insistencia reclamaba el señor diputado Rodríguez
y que le parecía que debieron haber sido la base de toda la argumentación
del señor miembro informante. Si algún valor tienen estos datos, y es
indiscutible que lo tienen, no puede nunca invocarse ese valor en contra
de la aplicación de la jornada de ocho horas. Por el contrario, ellos
demostrarían que hay en la República, como anteriormente he dicho, varios
miles de trabajadores muchos miles de trabajadores que reclaman la pronta implantación
de una ley de esta naturaleza.
También se ha pretendido que la Comisión de Trabajo complete la consulta a
la encuesta realizada entre los industriales del país. No basta a los
impugnadores que los industriales espontáneamente hayan realizado
esa investigación y hayan presentado sus resultados a la Cámara; sería
necesario que la Comisión de Trabajo, integrada con nuevos elementos,
constituyendo una nueva comisión especial de carácter más o menos técnica
iniciara ella una nueva investigación sobre la base, tal vez, de un
cuestionario especial, y recién entonces la Cámara sabría a qué atenerse
respecto a la opinión de los industriales y de los trabajadores.
En cuanto a la opinión de los trabajadores, me parece que hay
manifestaciones ya demasiado inequívocas de que la inmensa mayoría de
ellos son partidarios de la jornada de ocho horas, para que se pretenda
aún que no se conocen a este respecto sus opiniones. Están, por una
parte, las manifestaciones de todo orden que se han realizado, algunas
de ellas tan importantes como el mitin último que recorrió algunas calles
de la población, están, además, las declaraciones individuales que han ido
apareciendo, desde que este asunto empezó a agitarse en la Cámara hasta
ahora, en las columnas de los diarios, y están finalmente, los datos que
nos aporta la estadística industrial, la cual nos enseña que ha habido una
gran cantidad de huelgas en nuestro país, desde varios años a esta parte,
en todas las cuales se ha reclamado siempre, a veces como condición agregada
a otras más, la limitación de la jornada de trabajo.
Todos estos son datos sobrados para que la Cámara tenga la más perfecta
persuasión de que los trabajadores de la República quieren la ley de las
ocho horas.
En cuanto a la opinión de los industriales, la Cámara la conoce sobradamente
también, conoce, es decir, la opinión de los industriales contrarios a la
ley de ocho horas, porque, aunque parezca curioso, hay algunos que son
partidarios y hay otros, señor Presidente, que aunque se pronuncien en
contra de la ley de las ocho horas, no pueden ellos ser, en realidad,
adversarios de esa jornada, porque ella está rigiendo en sus
propios establecimientos, y está rigiendo por la voluntad de los patrones.
Aunque ahora se manifiesten en contra de la ley de las ocho horas, no pueden
ellos alegar inconvenientes para la aplicabilidad de esta ley, cuando sus
propios establecimientos nos demuestran que esa jornada es perfectamente
aplicable y no perjudica a sus industrias. Es curioso observar cómo
la impugnación a estos proyectos que se refieren a la limitación de la
jornada de trabajo, recurre en todas partes del mundo, más o menos, a los
mismos expedientes.
Cuando se discutía, no hace mucho, en el Parlamento francés, la ley de las
diez horas, se reprochaba a la Comisión de Trabajo, a la Comisión
informante de aquella Cámara, más o menos lo mismo que se está reprochando
a la Comisión de Trabajo de la nuestra. Se echaban de menos, por una
parte, datos estadísticos completos y suficientemente copiosos. Por otra
parte, se alegaba también que no se había realizado una encuesta en regla,
organizada o hincada por la Cámara misma, entre los industriales, entre
los comerciantes, entre todos los que pudieran aparecer afectados por la
aplicación de la ley.
Por lo que se refiere a la encuesta que entonces se reclamaba, a pesar de
que allí también algunas corporaciones industriales y comerciales se
habían adelantado a
realizar esa encuesta por su propia cuenta elevando sus resultancias a la
Cámara de Diputados, yo recuerdo que se demostró perfectamente la
inutilidad de que la Cámara
tomase sobre sí la tarea de iniciar una nueva encuesta, porque iba a resultar
lo que ya había resultado en muchas otras ocasiones, que es lo
siguiente: La Comisión dictaminante confeccionó un cuestionario
interrogando a los industriales sobre sus opiniones personales respecto a
los peligros, a las conveniencias, o a los
inconvenientes de la adopción de determinada medida.
Y bien: ¿qué ha resultado en todos los casos en que el Parlamento francés ha
hincado y realizado encuestas de esta naturaleza? Que los industriales se
han puesto de acuerdo, que han convocado a asambleas a las cuales han
asistido todos ellos y han tomado una resolución colectiva. De ahí que
todos contestaran al unísono: a las mismas peguntas daban las mismas
respuestas, habiendo sido éstas dictadas con carácter de resolución que
todos debían acatar.
Podía haber entre ellos alguno que personalmente no opinara lo que la
Asamblea había resuelto; pero por espíritu de clase, por espíritu profesional,
dirémoslo así, todos
quedaban comprometidos a responder a la encuesta en idéntica forma. Si se
deseaba obtener un reflejo de las opiniones personales, un reflejo del criterio
de
cada uno de los industriales, esto no podía obtenerse. En realidad, lo que se
obtenía era una expresión que traducía la opinión colectiva de los
industriales, que era a veces tan sólo la opinión de los de mayor
influencia.
Y esto es ni más ni menos, lo que ha sucedido ya en nuestro país, porque es
así como se explica que en uno de los alegatos presentados, por nuestros
industriales a la Cámara contra la ley de las ocho horas, aparezcan
firmando instituciones que han aplicado, desde hace tiempo, esa jornada de
trabajo.
Es curioso, en efecto, que firmen ese alegato por el cual se trataría de
demostrar que la aplicación de las ocho horas es ruinosa, es desastrosa
para la industria y para el
comercio; que la aplicación de las ocho horas trae aparejada la ruina de todas
las instituciones, a las cuales se les quiere aplicar, que aparezcan
firmando, decía, ese
alegato, por ejemplo, los gerentes de Banco, en los cuales hace ya mucho tiempo
que está rigiendo la jornada de ocho horas.
Estos gerentes y los jefes de otras instituciones que han aplicado por su
exclusiva y libérrima voluntad la jornada que ahora combaten, si aparecen
firmando esa
declaración, es, como decía anteriormente, por simple espíritu de clase, por
simple solidaridad profesional, pero no porque personalmente puedan estar
convencidos de que esa jornada traiga aparejada la ruina de las
instituciones que ellos dirigen, porque si la jornada de las ocho horas
implicara la ruina de esas instituciones, hubieran empezado ellos, señor
Presidente por no aplicarla.
Se ha hecho otro reproche, no menos injustificado que los que acabo de
expresar, a la Comisión informante. Recuerdo que algunos señores
diputados se asombraban de que en el informe suscripto por todos nosotros,
se dejara sentada la afirmación – que ellos consideraban monstruosa - de
que los salarios han disminuido; la afirmación de que de unos años a esta parte
los salarios aparecen realmente deprimidos, y sostenían que era esta una
aseveración completamente imaginaria y fantástica de la Comisión
informante. A este respecto habría mucho que hablar.
Voy a tratar, sin embargo, de ocuparme de este punto lo más someramente que
me sea posible, porque tiene importancia, siquiera sea para dejar
demostrado, una vez más, que la Comisión de Trabajo ha sido objeto de
acusaciones infundadas e injustas.
Verdad es que las estadísticas habían venido demostrando, en muchos países,
que durante el siglo anterior los salarios marcaban una línea ascendente.
En la Exposición Universal de París la Dirección del Trabajo presentó un cuadro
que representaba la suba de los salarios año por año, desde 1806 a 1908. En Inglaterra
la
Sociedad de Estadística demuestra que desde 1850 a 1920 los salarios
aumentaron un 78 por ciento,. En Alemania se han hecho constataciones
análogas desde el año 65 al año 99. También en Estados Unidos hasta 1891,
el Boletín del Departamento de Trabajo acusaba un ascenso continuo.
Pero, por lo pronto hay que tener en cuenta que esa suba es, en gran parte,
aparente, en gran parte nominal, porque dado el abaratamiento del oro, la
depreciación del oro que trae aparejada la desvalorización de la moneda,
dado el encarecimiento de algunos productos y, sobre todo, la valorización
de la tierra, al mismo tiempo que iban subiendo los salarios nominales,
subía también el precio de los artículos de primera necesidad.
Se ha hecho, sin embargo, el cálculo en algunos países de que este aumento
de la vida material alcanzó, durante el siglo pasado, a una tercera parte,
mientras que los salarios nominales, considerados en conjunto, han
doblado. De manera que quedaría siempre un margen a favor de este aumento
de los salarios nominales.
Pero en estos últimos años este margen tiende a desaparecer y ha desaparecido
ya, señor Presidente. Desde 1903 se ha notado, en todas partes del mundo,
una considerable suba de precios que se ha avalorado en Francia, por el
Departamento de Trabajo, en un 20 por ciento, mientras que los salarios
nominales sólo pudieron ascender, en este mismo país, a un 10 por ciento.
En Estados Unidos, Buchanan observaba en un luminoso informe que desde
hacía algunos años hasta la fecha en que él producía ese informe,
el salario real venía disminuyendo, es decir, se encarecía la vida para
los trabajadores; lo que ellos percibían no alcanzaba ya a compensar el
encarecimiento de los artículos necesarios para su subsistencia.
Thorold Rogers, por su parte, sostiene igualmente que la suba de los
salarios no compensa la progresividad que se nota en la suba de los
precios, es decir, que la línea
ascendente de los salarios no puede seguir la progresiva ascensión de los
precios. Y esto es lo que se ha venido observando en estos últimos años en
Italia, en Francia, en Bélgica, en Inglaterra, en Estados Unidos, en todos
los países donde existen estadísticas perfectamente formuladas, organismos
que se ocupan de levantarlas con toda
corrección, y esto es, sin duda alguna, lo que se nota en nuestro medio, donde
nadie podrá negar que existe el fenómeno del encarecimiento de la vida.
Nosotros, desgraciadamente, no podemos disponer de estadísticas que nos
permitan establecer la relación que existe en la actualidad entre los
salarios y los precios, ni las
oscilaciones correlativas que hayan podido seguir unos y otros; pero lo que
podemos afirmar, desde luego sin temor de equivocarnos, es que no hay
razón alguna para que creamos que nuestro país se sustrae a los factores
universales, a los factores que operan en todas partes del mundo.
La carestía de la vida es, por lo tanto, un fenómeno que obedece a factores
de carácter internacional, como la depreciación del oro que trae aparejada
la desvalorización de la moneda, la disminución del poder adquisitivo de
la moneda; y, además, a factores locales, factores particulares propios de
cada medio determinado, que contribuyen a agravar el mal; y entre nosotros
uno de los factores más importantes es la valorización de la tierra, o
mejor, la suba de los alquileres que la determinan, encareciendo
la habitación.
Teniendo, pues, la convicción de que nuestro medio no puede sustraerse a la
influencia de fenómenos que se dejan sentir en todas partes del mundo,
podemos muy bien, entonces, sostener –aunque no tengamos ninguna
estadística que nos lo demuestre con la más completa exactitud- que los
salarios reales en los últimos años, han disminuido también en nuestro
país.
Quiero hacer resaltar, señor Presidente, la diferencia entre salario nominal
y salario real, porque esta diferencia es la que nos explica el error en
que fácilmente incurren muchos que creen encontrarse frente a una
verdadera suba de los salarios cuando han podido constatar que las cifras
numéricas de éstos son mayores hoy que hace unos cuantos años.
Es, por otra parte, el error en que incurre en su informe el Director de la
Oficina de Trabajo de nuestro país, informe que encuentro en el primer
boletín estadístico que
acaba de redactar esa oficina. Nos dice en ese informe ese señor Director,
que por una encuesta que él ha realizado entre los trabajadores y lo
industriales, ha llegado a la conclusión de que los salarios en el país,
de cinco años a esta parte, han aumentado de un 20 por ciento a un 40
por ciento.
No dice más que esto, porque la encuesta no ha aparecido aún. Es una
referencia puramente incidental en el informe, y no sé, por consiguiente,
cuál es el cálculo en que se ha basado el Director de la Oficina de
Trabajo para llegar a esta conclusión, ni sé tampoco cuál es el alcance
que debo dar a los términos numéricos, de que nos pone en conocimiento: no
sé, en efecto, si él ha querido decir que la suba obtenida por
los gremios, por los gremios que han obtenido mejoramiento de salarios, de
algunos años a esta parte, oscila de un 20 a un 40 por ciento; ni sé,
tampoco, si ha querido decir que el término medio de ese mejoramiento del
salario oscile alrededor del 20 al 40 por ciento, aunque me parecería que,
para tratarse de un término medio, hay una diferencia demasiado grande
entre las dos cantidades enunciadas. Lo que me parece indiscutible
– porque se refiere a un hecho que he podido constatar y que podemos
constatar todos nosotros-, es que el cálculo o conclusión a que arriba el
señor Director del Departamento de Trabajo no es bastante luminoso, porque
son muchos los gremios que quedan fuera de ese movimiento ascendente del
salario, pues son muchos los que no han logrado mejorar de remuneración.
Admitiendo que esos números se refiriesen a los dos extremos, entre los
cuales ha variado el mejoramiento obtenido por varios gremios en sus
remuneraciones pecuniarias, tendríamos que saber primero, si son muchos
los gremios que han logrado conseguir ese mejoramiento, o si, por el
contrario, hay una gran cantidad de gremios en la República, como antes he
afirmado, que desde cinco años a esta parte permanecen gozando de los
mismos salarios.
A mí me consta, en efecto, que hay una gran cantidad de gremios que no han
podido. obtener, desde cinco años a esta parte, mejoramiento alguno en sus
remuneraciones. El señor Director del Departamento de Trabajo podrá
decirnos que hay algunos gremios que han obtenido ese mejoramiento, y que
ese mejoramiento oscila entre el 20 y el 40 por ciento a que se refiere.
Desde luego, este 40 por ciento será una cifra de excepción. Es
indudablemente, el mejoramiento mayor a que han podido alcanzar en el
país algunos gremios que se han encontrado en especialísimas
circunstancias, en muy favorables condiciones para conseguir imponerse;
pero la inmensa mayoría de los gremios de la República o ha podido
alcanzar, de cinco años a esta parte, ni siquiera un 20 por ciento de
aumento en sus salarios nominales, y puedo citar muchos
gremios importantes que de cinco años a esta parte no han percibido ni siquiera
un solo centésimo de aumento en sus salarios.
Tenemos, por ejemplo, todos los gremios marítimos de la Capital, que son
muy numerosos y muy importantes, que desde hace más de cinco años vienen
percibiendo el
mismo salario que perciben en la actualidad. Hay hasta gremios que
dependen del Estado que han permanecido, durante seis o siete años,
percibiendo los mismos salarios. Hace apenas quince días que, por una
disposición del Poder Ejecutivo, que vino como consecuencia de ciertas gestiones
iniciadas por mí en el seno del Parlamento, se ha mejorado la remuneración
pecuniaria de los peones de Aduana.
Bien: los peones de Aduana venían percibiendo 29 pesos con 40 centésimos
desde hace cinco o seis años, con esta particularidad: que, últimamente,
ganaban menos de lo que ganaron antes. Porque cuando las capatacías eran
particulares los peones de Aduana ganaban 30 pesos mensuales, y cuando
pasaron a ser administradas por el Estado ese sueldo les quedó reducido,
por el descuento, a 29 pesos con 30 centésimos.
De modo, pues, que para todos estos gremios, para los gremios marítimos, o
para todos esos otros que en cinco o seis años no han podido obtener el
aumento de un solo centésimo sobre su sueldo nominal, la disminución del
sueldo o salario real es indiscutible; porque mientras el salario para
ellos ha permanecido estacionario, la vida
se ha encarecido enormemente; puede calcularse que, de cinco años a esta parte,
la vida se ha encarecido en nuestro país en más de un 40 por ciento, en
virtud, sobre todo, del encarecimiento de los alquileres, en virtud de la
valorización de la tierra. Ya ve, pues, el señor diputado que reprochaba a
la Comisión informante que se
atreviera a decir que entre nosotros los salarios están sufriendo una
depresión, cómo realmente es así, cómo también entre nosotros se deja
sentir ese fenómeno de la
depresión de los salarios que se experimenta en mayor grado precisamente en
aquellos medios sociales donde, como sucede en el nuestro, la clase obrera
no está
completamente organizada y se halla, por consiguiente, en malas condiciones
para oponerse a las tendencias depresivas del capital.
Si mal no recuerdo, el distinguido colega que dirigía este reproche a la
Comisión informante, era el señor diputado Salterain. Yo lamento que no
se encuentre presente en este instante ese distinguido colega, por quien
siento particular aprecio, porque debo manifestar que la actitud de ese
señor diputado frente a la ley que estamos discutiendo, no ha podido menos
que llenarme de verdadero estupor.
En efecto, de nadie menos que del señor diputado Salterain, podía suponer yo
una adhesión a las maniobras oposicionistas desplegadas contra este
proyecto; de nadie
menos que del doctor Salterain, señor Presidente, porque si alguien hay en esta
Cámara que debiera ser partidario acérrimo, caluroso partidario de esta
ley, de la pronta
implantación de esta ley, por convencimiento científico que diga relación con
la suerte y la salud de la raza y de las generaciones, ese alguien es el
doctor Salterain, que ha fundado entre nosotros la Liga contra la
Tuberculosis y e incansable propagandista de la campaña contra ese
terrible flagelo de las sociedades modernas.
Yo recuerdo las palabras que en esta misma Cámara pronunciaba no hace mucho,
una de las mas altas autoridades médicas del país, el doctor Soca, en un
discurso lleno de afirmaciones que venían en corroboración de cuanto hemos
dicho siempre nosotros de la vida de nuestros campesinos, de las
condiciones de vida del proletariado de nuestra campaña, afirmaciones que
yo me permito aconsejar, recomendar, someter a la consideración de los
colegas que en esta Cámara sostenían que en nuestra República no existe el
problema social ni existe la miseria.
El entonces diputado doctor Soca, después de hacer el más cumplido elogio de
las bondades, de la sinceridad, del altruismo del doctor Salterain –elogio
al cual adhiero
completamente-, nos decía que la verdadera orientación científica de la higiene
moderna no se concreta a las ligas y sanatorios, porque la tuberculosis,
como otras enfermedades, tiene su origen en causas que la acción
inteligente del hombre puede remover o puede eliminar, y que, mientras
estas causas perduren, la acción, el efecto, el resultado de las ligas y
sanatorios han de ser siempre muy relativos.
Los países, nos decía, que han logrado disminuir su mortalidad, han echado
mano de los medios preventivos, de los medios higiénicos, de los medios de
defensa. Han tratado de que el aire, el agua, la luz, se repartan
equitativa y fraternalmente; han tratado de mejorar la habitación del
pobre, han fiscalizado su alimentación; han tratado de que se aumentara su
salario y han disminuido también la jornada de trabajo. Yo recurro, señor
Presidente, a las palabras de ese notable médico nacional que se
expresa con la alta y serena imparcialidad de la ciencia, para dar a las mías
una autoridad de que carecen, y para demostrar que estas reformas, que
tienden al mejoramiento de los trabajadores, no las reclama tan sólo un
interés de partido o un espíritu tendencioso cualquiera, como algunos
pretenden, principalmente los diputados Prando y Rodríguez, sino que las
reclaman por encima de todo, ese innegable interés nacional y ese
innegable interés humano que se vinculan al florecimiento de la raza, a
la salud de la población, a la disminución de la mortalidad, a la cultura
del pueblo, a la capacidad física e intelectual de los que producen la
riqueza y elaboran con sus rudas manos constructivas, la grandeza y el
provenir de la República. (Aplausos en la barra)
No se repudien, pues, estas reformas, por socialistas, por avanzadas,
por revolucionarias, sin antes echarse a considerar, sin antes convencerse
de que realmente
no consultan las más elevadas conveniencias nacionales y humanas. Y no se
prevenga o no se predisponga contra ellas a ciertos espíritus, diciendo
que quienes más
ardientemente proclaman, reclaman e imponen estas reformas, son los
socialistas, porque en todo caso lo que habría que probar antes es que los
socialistas, al abogar por ellas, no abogamos por algo que real y
profundamente conviene, no ya por sus consecuencias futuras, sino por sus
mismos efectos inmediatos, a la sociedad entera.
Nosotros, los socialistas, luchamos por el mejoramiento de los trabajadores,
abogamos por su elevación material y moral en el deseo de que ellos se
capaciten cuanto antes para la defensa de sus intereses de clase y para la
realización de la magna misión histórica que a la clase proletaria le está
encomendada en los tiempos presentes. Tratamos, pues, de congregar voluntades
en torno de estas reformas; tratamos de mover a las masas proletarias en
el sentido de sus legítimas conveniencias, despertando en ellas los
anhelos de mejoramiento, poniendo en movimiento dentro de su espíritu y de
su conciencia el motor de las aspiraciones, haciéndoles ver que deben
conquistar siempre nuevas mejoras, que deben luchar por obtener siempre
nuevas conquistas, inoculándoles lo que podríamos llamar el ansia de la
continua ascensión, y este es nuestro delito, y este es el delito que los
conservadores no nos perdonan! Pero los desafiamos a que nos demuestren
que una sola de las reformas que nosotros preconizamos no está de
acuerdo con los más altos destinos sociales y no se concilia con las más
elevadas aspiraciones de la humanidad.
Ellos se esfuerzan en demostrarlo, pero lo único que consiguen, y no siempre
tampoco, es demostrar que estas reformas contrarían de inmediato, o
amenazan en el porvenir al interés de la clase dominante, con lo cual
ponen en evidencia que este interés no se armoniza ya con aquellos altos
destinos ni con aquellas elevadas aspiraciones. Estas reformas encierran
–esto no lo negamos, esto es indiscutible-, estas reformas
encierran, llevan en sí un germen revolucionario, como, por otra parte, lo
lleva el progreso mismo, como lo llevan todas las conquistas y todas las
manifestaciones de la civilización.
Colocando a los trabajadores en condiciones más favorables a la preparación
de su espíritu, a la elevación de su cultura, al desenvolvimiento de sus
aptitudes, de sus
facultades morales, a la formación de su conciencia de clase, los capacitan
para la defensa de sus propios intereses y para la lucha en pro de los
ideales de justicia que
requieren grandes transformaciones económicas. Y este es, precisamente, el
temor de los conservadores. ¿Pero este temo puede ser base legítima de la
oposición a estas reformas? ¿Es acaso legítimo negar a los trabajadores,
por el temor de que se hagan demasiado exigentes, el derecho a condiciones
de vida más humanas, más favorables a su educación, a la cultura, a la
preparación de su espíritu, al desarrollo de su conciencia, de todas
aquellas cualidades que los harán aptos, que los habilitarán para
las realizaciones que el ideal espera de ellos? ¿Puede acaso, en los
tiempos que corren, pretender ninguna clase que para no poner en peligro
sus posiciones, sus privilegios, su preeminencia, se niegue a toda otra
clase el derecho de una vida más humana, el derecho a aspirar a un
mejoramiento, el derecho de preparase para defenderse contra los avances
de la explotación?
No es esta por cierto una pretensión admisible ni defendible a estas
alturas, después de todas las declamaciones y promesas democráticas a que
los mismos conservadores son tan afectos; y de ahí que entre nosotros los
industriales, para oponerse a una ley de esta naturaleza, prefieran no
invocar los intereses de su propia clase, sino invocar por una parte las
conveniencias de la sociedad, y por otra parte, aunque parezca un sarcasmo,
las conveniencias de los trabajadores mismos. En otros países, los industriales
han sido más francos y han declarado con toda impudicia que lo que a ellos
no les conviene, es, precisamente, que los trabajadores se instruyan,
porque los trabajadores instruidos se hacen demasiado exigentes.
En Estados Unidos, no hace mucho, declaraba ante el Instituto Americano del
Hierro y del Acero, un poderoso industrial, que la conveniencia de las
jornadas largas era que durante todo ese tiempo los operarios no podían
hablar de su descontento, es decir, no podían echarse a penar ni a discurrir
que se les estaba tratando como a bestias de carga. De manera que el ideal
social de esos señores podría definirse así: que haya de una parte una
clase de hombres que puedan gozar cómoda y tranquilamente de todas las
ventajas del capital y de la explotación, y que haya, de otra parte,
sometidos a su férula, otra clase de hombres que sólo tengan tiempo para
ocuparse del trabajo que realizan en exclusivo provecho de sus amos.
Pero, señor Presidente, no es éste un ideal confesable cuando se sostienen
ciertos principios democráticos, cuando se hacen ciertas declaraciones
democráticas y se afirma que en la actualidad, en la sociedad presente,
después de las grandes transformaciones políticas impuestas por la
Revolución Francesa, todos los hombres son iguales, sin distinción de
situación económica, ante las leyes; y todos gozan, sin distinción
de situación pecuniaria, de determinados derechos políticos; porque, si
toda una enorme fracción del pueblo debe quedar por fuerza condenada a no
ocuparse nunca mas que de su propio trabajo, si no ha de tener tiempo más
que para pensar en la tarea que realiza en beneficio de sus amos, yo
pregunto, ¿cómo puede estar habilitada esa fracción del pueblo para
ejercer a conciencia esos fundamentales y preciosos derechos?
Nadie se atrevería a sostener, por lo demás, entre nosotros, que sea justo
que los obreros deban permanecer confinados en una completa carencia de
aspiraciones, en una absoluta ignorancia, en una falta absoluta también de
probabilidades de llegar a preparase algún día para la defensa contra los
excesos de la explotación capitalista.
No es justo, ni es tampoco conveniente, como ya lo he dicho, al progreso moral
y material de las naciones, porque los hombres que realmente aman a su
nación, deben
anhelar que la cultura y el bienestar se difundan lo más posible entre todos
los elementos que la integran, y que no quede, por consiguiente, ninguna
fracción del
pueblo condenada a esos confinamientos; que no quede ninguna fracción del
pueblo proscripta a esa vida hasta la cual no llegan las ventajas ni las
luces del progreso;
sometida a lamentables condiciones de opresión y de inferioridad.
Este es nuestro patriotismo que, por lo visto, difiere mucho del patriotismo
de los conservadores, ya que ellos prefieren colocar el interés de la
clase poseedora por encima de las verdaderas y definitivas conveniencias
de la nación, identificadas con el interés y con el anhelo de los
proletarios conscientes. El progreso, señor Presidente, tiene sus
exigencias y sus imposiciones, que no deben alcanzar tan sólo a los
proletarios, sino que deben alcanzar también a los capitalistas. Estos se
encuentran hoy frente a las reivindicaciones obreras, como los obreros
se encontraron antes frente a las máquinas, unas y otras productos
necesarios, fatales, y a
su vez factores del progreso humano. Cuando las máquinas comenzaron a
desatar contra los obreros una competencia ruinosa y brutal, los obreros –
como lo recordaba muy bien el señor miembro informante en uno de sus
discursos- por un natural movimiento instintivo, por un movimiento instintivo
de conservación , se rebelaron contra las máquinas y realizaron asonadas
para destrozarlas.
Luego, comprendieron que si la máquina venía a desalojarlos despiadadamente
del taller, lanzándolos a la desocupación, a la miseria y al hambre, ella
también, por otra
parte, constituye una nueva fuerza que trae su impulso poderoso a la
elaboración del porvenir, y se dieron cuenta, entonces, de que lo que
convenía hacer, no era destrozar las máquinas, sino preparar las transformaciones
sociales, luchar para que las máquinas llegaran a ser la propiedad de
todos, transformándolas así, de terribles adversarios inmediatos en las
batallas cotidianas por el pan, en un poderoso, en un fabuloso, en
un fecundo aliado del hombre productor. Ellas, desalojando al proletario
de los talleres, desalojándolo ruda e inexorablemente, vienen a darle una
dura lección, que los proletarios modernos recogen; vienen a enseñarles
que deben apresurarse a organizarse en grandes huestes compactas y conscientes,
para realizar esas grandes transformaciones sociales en que la máquina sea
una fuente inagotable de riquezas a todos accesibles y equitativamente
distribuidas entre todos los que contribuyan a producirlas.
Cuando las máquinas aparecen revolucionarias y perturbadoras en el campo de
la producción, haciendo sentir al proletario todo el peso inexorable de su
ciega
superioridad y absorbiéndolo o incorporándolo en cierto modo a su propio
organismo de hierro, surge desde ese momento la necesidad de que el
productor se defienda contra el peligro de llegar a transformarse en una
máquina humana, porque, para que esas fuerzas creadas por el hombre, sean
dominadas por él, y para ponerlas al servicio de los más legítimos
intereses humanos, es necesario, es imprescindible que surja y se
desarrolle victoriosamente la inteligencia y la conciencia de clase de
esos hombres que, no siendo los poseedores de la máquina, están destinados
a ser vencidos y sometidos por ella, sin no saben defenderse. Por
eso, señor Presidente, ya no se destrozan las máquinas; hoy se prepara el
asalto para conquistarlas.
Y bien: los capitalistas deben ver en las reivindicaciones obreras surgidas
como una consecuencia del desarrollo de la conciencia proletaria, efectos
inevitables del progreso, ante los cuales les toca plegar su obstinada
resistencia, convencidos de que si aprovechan de éste no pueden impedir
que aquéllas se abran paso.
Tal vez algunos espíritus quietistas y conservadores observarán que son más
felices los obreros que se conforman con su suerte que los que aspiran a
mejoramientos difíciles de conseguir. No lo pongo en duda, señor
Presidente, porque tal vez sea más feliz el hombre salvaje que el hombre
civilizado, lleno de preocupaciones y de males desconocidos para el otro,
o porque, sin duda, es más feliz la bestia inconsciente que el ser
pensante; pero esta conformidad de los satisfechos con su miseria o con
su degradación, es precisamente el peso muerto que obstaculiza el avance,
que dificulta la marcha de la humanidad. Motor, en cambio, del progreso
humano, es la actitud para anhelar y renovar los anhelos, porque lo que
mueve al hombre es el impulso, es el deseo de ascender, y esto es, por
consiguiente, lo que hace adelantar a los pueblos y a las sociedades.
No es por cierto en beneficio de un país que puede desearse, para todos los
hombres que en él trabajan, esa deplorable conformidad, esa lamentable
sencillez o simplicidad de costumbres del proletariado de nuestra campaña,
que vive una vida puramente bestial; que está condenado a condiciones de
existencia completamente inaceptables; que se halla sumido en la más
absoluta indigencia moral y material; que percibe salarios irrisorio,
retribuciones mezquinas; que se alimentan de una manera absurda, como
lo afirmaba el señor diputado Soca en el discurso a que anteriormente he
aludido; ¡que casi no se alimenta, señor Presidente!, que vive en el
desconocimiento más grande de las más elementales nociones de higiene y de
la vida verdaderamente civilizada; que está confinado entre los límites de
una existencia hasta la cual no llegan del progreso más que las
desventajas, más que los inconvenientes porque no llegan las luces de la
cultura universal, los estremecimientos modernos del espíritu humano, y
que, por todas estas circunstancias, está expuesto, está destinado no sólo
a ser la víctima de torpes y anacrónicos fanatismos políticos –cuyos
estallidos sangrientos tanto retardan el desenvolvimiento del país-, sino
que está condenado a ser la víctima de enfermedades que, como la tuberculosis,
según nos lo demostraba muy bien el doctor Soca, parecerían inconcebibles
en esos medios rurales donde el sol y el aire puro, no son, seguramente,
lo elementos que escasean.
Por eso decía que no me explicaba la oposición del señor diputado Salterain. No
es en beneficio de un país, de sus destinos y de su grandeza bien entendida,
que
puede desearse la conformidad y la continuidad de esas pobres víctimas del
trabajo, que se encuentran agobiadas bajo condiciones verdaderamente
lamentables que están abrumadas para las aptitudes normales del organismo
humano; que tienen que desarrollar sus tareas en locales insalubres y
antihigiénicos.
Todos hemos leído –son necesidad de habernos dedicado especialmente, como el
doctor Salterain lo ha hecho, al estudio de la higiene- todos hemos leído
una conferencia muy hermosa del doctor Queraltó, titulada “Aspecto social
de la lucha contra la tuberculosis”, y en esa conferencia hemos hallado la
demostración de que esta terrible enfermedad recluta su mayor número de
víctimas entre los trabajadores.
Esa conferencia demuestra que si la tuberculosis hace tan grandes estragos
entre los proletarios, es en virtud de la naturaleza de ciertas
industrias, de lo insalubre de ciertos talleres y de la extensión de las
jornadas. Leyendo esa conferencia, ese luminoso folleto, uno se convence
de que acotarles la hornada obrera a una gran cantidad de gremios, es
alargarles la vida; uno se convence de que disminuyendo el horario de
trabajo a los hilanderos, a los tejedores, a los refinadores de azúcar, a
los tipógrafos, a los mecánicos, a los zapateros, a una infinidad de
gremios más, que el doctor Queraltó enumera y prolijamente estudia, es
realmente prolongarles la existencia y combatir, por el más eficaz de los
medios la propagación de la tisis en la sociedad.
Y si no bastara todavía la opinión del doctor Queraltó, famoso por diversos
conceptos, hay la opinión de un gran número de médicos higienistas, que se
pronunciaron a este respecto cuando se discutía en el Parlamento francés
la ley sobre la jornada de 10 horas. Y recuerdo, entre otros, el informe
de una celebridad mundial, el doctor Calmette, de París, que atribuía la
difusión de la tuberculosis entre los trabajadores a lo que él llamaba el
“surmenage industrial”, es decir, a lo excesivo de la jornada de
trabajo. Es por eso que yo manifestaba que de nadie menos que del doctor
Salterain podría haberme imaginado que no fuera un acérrimo partidario de
la pronta implantación de esta ley, porque, o se equivocan todos cuantos
se han ocupado de higiene social, y el doctor Queraltó y el doctor Soca y
el doctor Calmette ignoran lo que dicen, o nuestro distinguido colega ha
destruido, sin quererlo, al oponerse a que esta ley se discutiera
y continuara su curso normal, ha destruido, sin quererlo, una parte de la
meritoria obra que ha realizado entre nosotros, al emprender, con el tesón
que todos le hemos admirado y aplaudido, la campaña contra la
tuberculosis.
Además, es de lamentarse que este distinguido colega –y con él otros más,
que apoyaron sus declaraciones reclamando la pronta reglamentación del
trabajo de las mujeres y niños, considerando que esa reglamentación
exclusiva para tales débiles víctimas de la explotación industrial debía
ser previa al estudio de esta otra cuestión- es lamentable, decía, que no
se haya dado cuenta de que la ley de las 8 horas a quienes viene
precisamente a beneficiar en primer término, y sobre todo, es a los niños y a
las mujeres. Esta beneficio es tanto más importante y señalado cuanto que
son las mujeres y los niños –por su debilidad moral y física, por las
condiciones de inferioridad en que se encuentran también en el terreno de
la producción, en comparación con el adulto-, cuanto que son las mujeres y
los niños, repito, quines están en peores condiciones para obtener, por su
propio esfuerzo, la limitación de la jornada.
Resulta, por razones fáciles de explicar y comprender, que los gremios que
más fácilmente obtienen la limitación de la jornada de trabajo, son los
gremios de hombres
adultos, siendo, en cambio, muy difícil que puedan obtener por su solo esfuerzo
esta mejora aquellos gremios que están constituidos en gran parte,
por niños y mujeres.
Las mujeres y los niños suelen ser reacios a las organizaciones gremiales,
suelen no atreverse a decidirse a constituir asociaciones de resistencia y
defensa, por la propia
debilidad de su espíritu, porque esa propia debilidad los hace más
conservadores, porque son más timoratos que los hombres, y por otras
circunstancias más.
De modo que aquellos gremios constituidos por mujeres y niños, difícilmente
realizan movimientos para obtener mejoras, y si los realizan, difícilmente
las consiguen. La
presencia de las mujeres y los niños en un gremio hasta suele perjudicar a los
adultos, en el sentido del resultado de los movimientos que realizan éstos
para obtener
determinada mejora, porque los gremios en los cuales hay mujeres y niños se
hallan en peores condiciones que los otros para hacerse fuertes en su
actitud de rebeldía en su campaña de mejoramiento.
En efecto, suele suceder que cuando uno de estos gremios se declara en
huelga, por ejemplo los obreros de una fábrica o de una industria en la
cual trabajan niños y
mujeres, los patrones no tropiezan con mayores dificultades para encontrar
quienes sustituyan, por lo menos provisoriamente, a los que han
abandonado el trabajo. Pueden encontrar, por lo general, una buena porción
de mujeres y niños en disponibilidad para sustituir a los
huelguistas. Y encuentran una cantidad suficiente para sustituir a los
niños y mujeres que han abandonado el trabajo y para sustituir asimismo,
perentoriamente, aunque solo sea para poder hacer frente a las exigencias
más inmediatas de la producción, a los mismos adultos; porque hay en la
población siempre una mayor cantidad de niños y mujeres disponibles para
ocuparse en cualquier trabajo industrial, que de hombres adultos. De ahí
que estos gremios se hallen en condiciones, como anteriormente decía, muy
poco propicias para hacer valer, por la virtud de su solo esfuerzo y de su
solidaridad, los derechos que les corresponden y para conseguir los
mejoramientos a que aspiran.
Por lo demás, los mismos datos de la estadística vienen en apoyo de la
afirmación que estoy haciendo. En el repartido que los señores
diputados tienen a mano, figura una estadística enviada por la Oficina de
Trabajo, en la cual se registran los diversos gremios industriales
de Montevideo, indicando las jornadas que rigen para cada uno de esos
gremios. Estudiando la parte relativa a la jornada de 8 horas, nos
encontramos con que entre una gran cantidad, relativamente una gran
cantidad de gremios que ya disfrutan de esa jornada, solamente hay dos en
los cuales figuren mujeres y niños, es decir, que la adquisición de esta
mejora obtenida por el esfuerzo único y exclusivo de los trabajadores
mismos, sólo alcanza a beneficiar a un reducidísimo número de esos
seres débiles que son los que más necesitan la disminución de la
jornada. Hay tan sólo las telefonistas de la Sociedad Cooperativa Nacional
– en la cual las empleadas trabajan 8 horas- lo mismo que las mujeres y
los menores de la fábrica de papel. Y son los dos únicos gremios en los
cuales las mujeres y los niños gozan de la jornada de 8 horas.
En toda esta larga lista no hay más que esos dos gremios; todos los otros
gremios que han conseguido la jornada de 8 horas por su solo esfuerzo,
dentro de lo que se ha
llamado el libre desenvolvimiento de las relaciones del capital con el trabajo,
son gremios compuestos exclusivamente por hombres adultos. De donde
tenemos que la
inmensa mayoría de las mujeres y los niños que están ocupados en las fábricas y
en las industrias del país no han podido todavía entrar a disfrutar de esa
reducción de la
jornada y no podían conseguirlo nunca tan pronto como podrían conseguirlo los
obreros adultos que aún no gozan del horario menor.
Es así como podemos ver que industrias en las cuales trabajan mujeres y
niños, se rigen por una jornada mayor de 10 horas y que hay gremios que
trabajan a destajo, es decir, con una jornada indefinida o ilimitada, que
están constituidos en su inmensa mayoría por niños y mujeres, como sucede
con los que elaboran cigarrillos.
Con esto, señor Presidente, deseaba llegar a la conclusión de que ese régimen
del libre desenvolvimiento de las relaciones del capital con el trabajo,
cuando más puede
conducirnos a esta lamentable anomalía; la anomalía de que entren a gozar
primero de la jornada de 8 horas quie nes menos la necesitan y de que no
puedan entrar a
conquistarla nunca aquellos que más urgentemente la requieren.
Dejando que impere el régimen del libre desenvolvimiento de esas
relaciones, condenamos a las mujeres y a los niños, a lo más débiles seres
que son víctimas de la
explotación del capital y son los que necesitan, por tanto, mayor amparo de la
ley, a no poder alcanzar nunca la limitación de la jornada, siendo esto
una especie de privilegio tan sólo reservado a los gremios de hombres
adultos. De manera que la intervención de la ley en este terreno viene a
poner término a una anomalía inaceptable. La ley viene a sustituir el
injusto y absurdo sistema que se implanta en virtud de ese
libre desenvolvimiento de las relaciones del capital con el trabajo, por
otro más humano, más lógico, más racional, haciendo extensiva esta ventaja
de las 8 horas a todos esos débiles seres que no podían conseguirla nunca
por el solo esfuerzo de su solidaridad y de su unión.
Repito, pues, que la implantación de la ley que discutimos, a quienes
vendría a beneficiar en más alto grado es a quienes más la necesitan, es a
los que más requieren el amparo legal en virtud de su debilidad orgánica y
en virtud de las condiciones desfavorables en que se encuentran para
luchar y oponerse a los avances de la explotación capitalista.
Yo he manifestado varias veces en el seno de la Cámara, y especialmente al
fundar algunas de las numerosas mociones de preferencia, que no obtuvieron
la aceptación de la misma, manifesté repetidas veces, decía, que la
jornada legal de ocho horas es una aspiración de todos los trabajadores de
la República, y lo es, no tan sólo de los que no han podido aún arrancarla
como una conquista obtenida por su solidaridad y su esfuerzo frente a la
tiranía patronal, sino que lo es asimismo de los que, habiéndola obtenido
en ese libre desenvolvimiento de las relaciones del capital con el trabajo,
no están, sin embargo, seguros de poder conservarla, de mantenerla para
siempre, si la ley no se la garantiza, ya que en las fluctuaciones a que
está expuesta la situación de nuestros gremios obreros, no es por cierto
imposible que las mejoras acordadas o convenidas hoy sean suprimidas
mañana, merced principalmente a las ventajas porque para la lucha
del capital con el trabajo viene a ofrecer al primero una mayor oferta de
brazos, mayor oferta que suele producirse frecuentemente en estas
sociedades nuevas donde afluyen las corrientes inmigratorias desde las más
remotas regiones del globo. Y es esa consideración la que mueve a muchos
gremios, que han obtenido ya la jornada de 8 horas, a muchos gremios que
gozan en la práctica de esa jornada, a pronunciarse a favor de la sanción
de esta ley e interesarse por su pronto despacho. Y es también citando el
caso de esos gremios que han conseguido obtener la limitación de la
jornada por su solo esfuerzo, sin necesidad de la intervención de la ley,
que se pretende quitar toda importancia a esta que ahora discutimos,
observándose que son ya relativamente muchos los obreros que tienen ese
horario en la Capital y en el país, pero sin advertirse que ni aun a
aquellos trabadores que han conseguido implantar en sus respectivas
tareas la jornada de 8 horas, la sanción de esta ley puede resultarles
indiferente.
Siempre sería ella una garantía de la conquista realizada, una consagración
del hecho hoy expuesto a mil contingencias que lo reducirían a la nada si
la ley no lo garantiese, porque sabido es que nuestros gremios obreros,
desgraciadamente, no se encuentran todavía organizados en forma que puedan
asegurar la estabilidad, la duración, la perdurabilidad definitiva de esta
clase de conquistas.
Muchos de nuestros gremios adquieren una organización y una
consolidación temporaria, que sólo dura al efecto de algún movimiento en
pro de tal o cual mejora, de
tal o cual reforma en las condiciones de su trabajo, para volver a caer
nuevamente en la apatía y en la desorganización apenas terminada la
agitación de que se trata.
De modo que no es difícil que, aprovechando estas circunstancias, los
industriales supriman, de la noche a la mañana, algunas de las conquistas
acordadas y el gremio se
vea, cuando menos lo piensa, despojado de las mejoras que consideraba
permanentes. Para esto los industriales tienen en su favor dos
circunstancias o dos factores
importantísimos por su decisiva eficacia. Tienen, por una parte, el
natural desenvolvimiento industrial del país, que pone a los trabajadores
a merced de los progresos de la técnica de producción.
En sociedades nuevas, como la nuestra, muchas industrias se establecen de
una manera primitiva, casi rudimentaria; pero conforme van adquiriendo
cierto desenvolvimiento, conforme van surgiendo condiciones que les
aseguran y garantizan su estabilidad, su florecimiento, su prosperidad,
entonces comienzan a introducir mejoras, perfeccionamiento en sus
maquinarias, en sus medios de producción, y muchas veces basta la introducción
de alguna de estas mejoras para dejar, de la noche a la mañana, en la
calle, a un buen número de trabajadores.
Tienen, además, en su favor –y esto es lo más importante y lo que más me
interesa señalar-, la influencia de los contingentes inmigratorios. Que
los industriales se
preocupan de fomentar y de estimular por todos los medios posibles, con la
complicidad de los Poderes Públicos, muy mal orientados en lo que al
problema de la inmigración se refiere.
En efecto; los industriales tratan de que vengan al país grandes cantidades
de inmigrantes, sin preocuparse para nada de la situación de los
trabajadores anteriormente
radicados aquí, a los cuales vienen a hacerles una competencia ruinosa los
extranjeros que traen costumbres y un nivel de vida inferiores a los que
rigen entre los trabajadores residentes; competencia tanto más ruinosa y
lamentable –competencia que determina el abaratamiento de la mano de obra,
el envilecimiento de los salarios-, competencia tanto más ruinosa, decía,
cuanto que esos infelices inmigrantes se ven obligados a
permanecer aglomerados en los centros urbanos. Principalmente en la
metrópoli, porque los campos que son los que realmente reclaman el
concurso de sus brazos laboriosos, esos están acaparados por unos cuantos
latifundistas que prefieren poblarlos de animales antes que poblarlos de
hombres. Y así tenemos que los industriales –fomentando con el concurso de
los dineros públicos, con el concurso del dinero que se les saca a los
productores que aquí residen y a quienes vienen a hacerles la competencia
los inmigrantes, sobre todo porque sus condiciones de vida no se
fiscalizan suficientemente –conspiran contra los verdadero intereses de la
Nación, contra los verdaderos intereses sociales, porque ese abaratamiento
de la mano de obra, ese envilecimiento de los salarios conseguido
con tales procedimiento, se traduce de un modo inevitable y fatal en la
depresión de la vida material y moral de los trabajadores que constituyen
la inmensa mayoría de los habitantes de la República.
No hace mucho se anunciaba que un conocido constructor había pensado
restablecer entre sus operarios la jornada de nueve horas. Si se lo
hubiera propuesto seriamente, acaso lo hubiera conseguido; lo hubiera
conseguido, sin duda, si el gremio de albañiles se hubiera encontrado en
ese mismo instante en la misma situación de desorganización y falta de
compañerismo y solidaridad en que se ha encontrado muchas veces.
Felizmente el constructor no llevó adelante sus propósitos, y los operarios
a sus órdenes han podido continuar gozando de la jornada de ocho horas. No
hubiera sido difícil que al realizar ese propósito, el ejemplo fuese
secundado por otros constructores, y todo ese gremio, que desde hace
tantos años viene gozando de esa jornada, hubiera perdido tan preciosa
conquista.
Podría citar numerosos gremios más – si no quisiera hacer gracia a la Cámara
de enumeraciones prolijas y fatigosas- que después de haber obtenido
determinadas
mejoras por convenios con sus patrones y por virtud de diversos movimientos,
las perdieron de la noche a la mañana, porque los patrones supieron
aprovechar las
circunstancias favorables para la recuperación del terreno perdido. Vese,
pues, que la ley es provechosa, muy provechosa hasta para los mismos que han
conseguido la jornada de ocho horas sin necesidad de ella, y por fuerza debe
ser así cuando hasta en los países donde la clase obrera, lejos de
aparecer desorganizada y
caótica –como lo está la nuestra, debido a la diversidad étnica de los
elementos adventicios que en gran parte la integran-, se muestra
poderosamente organizada, en
fuertes “Trade-Unions”, también se ha sentido la necesidad de la ley.
La legislación del trabajo, como dice muy bien uno de los informes que
figuran en este voluminoso repartido, comienza en Inglaterra por el “acta
de fábricas”, sin que fueran obstáculo a la implantación de esa acta, ni
obstáculo al desarrollo sucesivo de la legislación industrial de ese país,
sino, por el contrario, factor de esa implantación y de ese desarrollo,
las grandes organizaciones gremiales, los poderosos sindicatos, y sin
que fueran obstáculo tampoco el espíritu individualista y la tradición
individualista, tan arraigados en esa nación, pero que no impiden que esta
legislación industrial vaya adquiriendo, día a día un considerable
desenvolvimiento.
En Australia y en Nueva Zelanda –decía el señor Prando –los trabajadores, han
podido conseguir las ocho horas, sin necesidad de una ley. Es cierto,
señor Presidente. Pero si en las colonias de la Australasia, la ley
–excepto en Nueva Zelanda, donde ha intervenido a fijar el horario para
los obreros adultos de fábrica y hasta para los
dependientes del comercio-, si en las colonias de Australasia, excepto Nueva
Zelanda, la ley no ha tenido necesidad de intervenir para implantar las
ocho horas, no es porque en esos países se entienda que no debe
intervenir, no tenga el derecho de intervenir para tutelar a los
trabajadores de toda edad, no solamente a las mujeres y a los niños, como
el señor diputado Prando manifestaba, sino también a las obreras mayores
de 18 años.
Si ahí no ha intervenido la ley, es sencillamente porque en esas colonias la
costumbre industrial logró, en condiciones especialísimas –que
desgraciadamente no se han
reproducido en nuestro país-, logró, digo, implantar y arraigar la jornada de
las ocho horas. Ellas pasaron a incorporarse fácilmente a lo que podríamos
llamar las costumbres profesionales de esos países; y ese arraigo en las
costumbres profesionales es ya un factor que garantiza la estabilidad de
la mejora.
Por lo demás, allí existe también el poder incontrastable de las “Trade
Unions”, el poder formidable de los grandes sindicatos obreros, que velan
por el cumplimiento y por la estabilidad de la conquista, y finalmente,
media, asimismo, la circunstancia, -muy importante y muy significativa,
porque ella nos demuestra que las ocho horas no
producen los inconvenientes que sus impugnadores les atribuyen –la
circunstancia de que no siendo perniciosa, no siendo perjudicial para la
producción, no está amenazada por las reacciones del interés industrial.
Pero siempre que ha faltado alguna de estas circunstancias, la ley ha
intervenido, y ha intervenido, lo repito, no sólo para tutelar a las
mujeres y a los niños, sino para tutelar a los obreros adultos, a los
obreros de toda edad, y así vemos, por ejemplo, que en
WestAustralia, donde no existen leyes que reglamenten la jornada en las
fábricas para los obreros adultos, existe, sin embargo, una ley, a
semejanza de lo que sucede en Nueva Zelanda, que establece para los
dependientes de almacén un máximum de horas de trabajo por semana.
No es, por otra parte, tan sólo en lo que se refiere a la limitación de la
jornada, que la ley ha intervenido en esos países. Allí se ha permitido
intervenciones más serias y más fundamentales que la que podría implicar
esta limitación del horario obrero, porque allí hay leyes que imponen,
para ciertas industrias, la hora de apertura y la hora de clausura de los
establecimientos; que establecen el número de extranjeros que puede figurar en cada
taller; hay leyes que fijan el horario, que lo limitan estrictamente
para determinadas industrias; en Melbourne, por ejemplo, para los tranvías
y para los ómnibus; hay leyes que reglamentan el salario; hay leyes que
intervienen en los casos de huelga, imponiendo el arbitraje obligatorio;
hay leyes que prohíben el trabajo nocturno; hay una gran cantidad de leyes
que se refieren al desenvolvimiento de las actividades productivas, y
muchas de las cuales significan, lo repito, intervenciones del estado
mucho más fundamentales y más graves –si quiere decirse así, para esa
libertad individual que tan celosamente se pretende defender ahora, que la
intervención que pudiera implicar la aplicación de la ley presentemente
discutida.
El doctor Prando cree que el caso de Australia y Nueva Zelanda, ofreciéndonos
el ejemplo de una generalización de determinada práctica, relativa a las
tareas industriales
sin necesidad de la ley, puede servirle para basar y fundar, o para contribuir
a la fundamentación de la tesis que más adelante ha desarrollado, sobre la
misión y la
naturaleza de las leyes.
Con autorización de la Mesa, leeré el párrafo pertinente de su
discurso. Decía este distinguido colega: “La vez pasada tuve oportunidad
de decir en esta Cámara que la ley no puede crear costumbres, ni extirpar
vicios, ni premiar virtudes”...
Desde luego me parece conveniente advertir a la Cámara que el señor diputado
Prando incurre en una flagrante contradicción.
Hace un momento –hace ya un poco más de un momento, hace casi dos horas- el
señor diputado Prando nos decía que en nuestro país hay factores que
repudian la
implantación de la jornada de ocho horas; que esta ley quiere encarnar en
nuestras prácticas una costumbre que no encaja en nuestro ambiente. Pero
yo me permitiría
preguntar a mi distinguido colega...
Sr. Prando_ ¿Me permite una pequeña interrupción?...
Sr. Frugoni _ Sí, señor.
Sr. Prando _ Impuesta por la ley. Lo que quiere decir que los gremios
pueden conquistarla, pero la ley no debe imponerla. Y lo mismo que he
dicho aquí, podría
generalizarlo.
Sr. Frugoni _ Yo lamento no disponer todavía de la versión taquigráfica del
discurso que en esta misma sesión pronunció el señor diputado Prando.
Sr. Prando _ Hay factores que repudian la imposición legal de la jornada
uniforme.
Sr. Frugoni _ ...He tratado de copiar en lo posible, sus palabras...
Sr. Prando _ Son exactas.
Sr. Frugoni _ ...y anoté que él había manifestado que hay factores que
repudian la costumbre industrial que con esta ley quiere imponerse.
Sr. Prando _ Sí, que repudian la imposición legal de la jornada uniforme;
pero que no impiden que los gremios la conquisten con su solo esfuerzo sin
que la ley intervenga con carácter imperativo.
Sr. Frugoni _ Pero, señor diputado, para poder decir que una ley choca con
el ambiente y repugna al espíritu de una nación, es preciso demostrar que
esa ley viene a implantar algo que no concilia con el ambiente mismo...
Sr. Prando _ Precisamente, seño diputado, porque si los gremios no la
han conquistado...
Sr. Frugoni _ ...Pero si el señor diputado admite, por el contrario, que lo
que esta ley viene a imponer será conseguido fácilmente por la acción de
los gremios, nos
encontramos con que esta ley no impone ya algo que repugna al espíritu
nacional, que esté en abierta contraposición con el ambiente industrial de
nuestro país, sino que viene a imponer una cosa tan natural, tan lógica,
tan razonable y que encuadra tan bien en el ambiente industrial de la
nación, que los gremios por su solo esfuerzo podrán tenerla mañana o
pasado...
Sr. Prando _ Si la ley no crea costumbres, ni extirpa vicio, ni premia
virtudes, sino que consagra estados de hecho, existentes, por ser ella la
última manifestación de los hechos mismos; vale decir, que hasta tanto
esos hechos no se hayan formado dentro de la colectividad, la ley no debe
crearlos. Si los gremios no conquistaron la jornada uniforme de ocho
horas, con el concurso de todas sus fuerzas, y la ley la impusiera, esa
ley vendría a crear una costumbre exótica, desvirtuando así su propia
naturaleza.
He ahí la contradicción que encontraba el señor diputado Frugoni en el concepto
legal de cómo se debe llegar a la jornada uniforme.
Sr. Frugoni _ Pero si la ley no debiera hacer más que consagrar los hechos
ya reconocidos e implantados por la costumbre podríamos prescindir, señor
Presidente, de
la ley.
Sr. Prando _ ¡Ah...no! ¡Absolutamente!
Sr. Frugoni _ Es el caso de las colonias de Australasia donde, por estar
esta conquista de las ocho horas suficientemente garantida por el poder de
las asociaciones gremiales, por el arraigo que la conquista ha conseguido
en la costumbre industrial, y por aquella otra circunstancia que yo
señalaba a mis distinguidos colegas, se ha considerado que la intervención
de la ley no era imprescindible.
Sr. Prando _ Pues es cuando debe aparecer, señor diputado.
Sr. Frugoni _ Pero en esos países, señor Presidente, si alguna de esas
tres circunstancias que constituyen la garantía de la conquista real,
efectiva, obtenida y
encarnada en la práctica, llegara a faltar, entonces tal vez se consideraría
necesaria la ley, como se ha considerado para los dependientes de almacén.
Y el ejemplo que el señor diputado nos ponía de las colonias de Australasia, yo
lo recojo, señor Presidente; lo recojo para decir que no existiendo entre
nosotros esa
circunstancia que garantiza allí la estabilidad de esa mejora, es necesario que
la ley intervenga, y que intervenga para imponer algo que todos los
gremios, que todos los
trabajadores reclamen, y que, si no han podido conseguir, no es porque repugne
al espíritu nacional, o este en abierta contraposición con el ambiente
industrial del país,
sino sencillamente porque los gremios no han tenido fuerza bastante para
imponerse al capricho y a la tiranía patronales. (¡Muy bien! en la barra)
Sr. Prando _ Examine el caso de las viejas sociedades europeas, en las que
las organizaciones gremiales, iniciadas a mediados del siglo XIX, se
mantienen con una
fuerza y un empuje que soy el primero en reconocer, y, sin embargo, ni Rusia,
ni Austria, ni Alemania, país industrial por excelencia, ni Holanda, ni
Bélgica, ni Suiza, ni
España, ni Italia, han tenido la jornada legal.
Quiere decir que si en Australasia y Nueva Zelanda, donde la ley aparece
imponiéndola, se ha llegado a esa imposición legal, es porque los hechos
preexistentes la reclamaban. Pero donde las costumbres la rechazan, la ley
es extraña, es un elemento exótico. Es eso lo que quiero decir.
Sr. Frugoni _ Pero lo que el señor diputado quiere decirnos no es exacto.
Por eso no tiene más remido que permitirme una rectificación.
Acabamos de ver precisamente que en ciertos países de la Australasia, la ley no
ha tenido que intervenir, porque se trata de una costumbre suficientemente
arraigada en las prácticas industriales y garantida por factores que no
son la ley, todo lo cual hace innecesaria, superflua la intervención
legal; pero en cuanto esos mismos países han
querido implantar una costumbre reclamada por múltiples razones y no ha
habido ninguna de esas circunstancias que garantizaran su estabilidad,
entonces se ha creído
imprescindible la intervención de la ley.
Sr. Prando _ Que se tiene que violar a cada momento, como en Francia.
Sr. Frugoni _ Y el ejemplo que el señor diputado me pone de las viejas
sociedades europeas, de Rusia, de Alemania, de Inglaterra misma, no es
precisamente el más
oportuno de los ejemplos, porque si nosotros queremos imitar a otros países
que pueden servirnos de modelo en el camino que ahora tratamos de recorrer
en materia de
legislación industrial, no vamos a recurrir al ejemplo de Rusia, ni de España;
tenemos que recurrir a los ejemplos de los países que más o menos se
parecen al nuestro por sus condiciones sociales.
El señor diputado Prando es bastante inteligente para comprender que si en
Francia, Inglaterra, Alemania, Austria y Rusia, los obreros no han
conseguido las ocho horas, no es porque no las quieran o porque no le
convenga a la nación: es sencillamente porque allí hay una vieja
organización económica, hay prejuicios económicos profundamente arraigados
que no se pueden remover en un día. Y esa es la ventaja que
nosotros tenemos frente a esas viejas sociedades.
Sr. Prando _ Hay factores que lo rechazan: son los factores de nuestro
ambiente.
Sr. Frugoni _ Nosotros estamos en iguales condiciones, en las mismas
condiciones de los países de la Australasia, que han podido incorporar a
sus instituciones legales una gran cantidad de conquistas y mejoras, de
adelantos, porque no luchaban con todos los inconvenientes y obstáculos
con que esos mismos obreros chocaban en Inglaterra, de donde procedían.
Sr. Prando _ ¿Me permite? ¡He ahí la contradicción! No estamos en las
mismas condiciones de los obreros de la Australasia.
Sr. Frugoni _ Pero el señor diputado Prando me quiere sostener a mí que no
estamos en las condiciones de los países de Australasia, y pretende que yo
admita que estamos en las mismas condiciones de Rusia.
Sr Prando _ No estamos en las condiciones de Rusia y de Alemania, ni de
ningún país: tenemos una peculiaridad propia y una individualidad
determinada.
Sr. Frugoni _ Una peculiaridad propia que no lo autoriza al señor diputado a
decir que si en Francia se ha tardado cuatro meses u ocho años para
discutir la ley de las diez horas, nosotros no debemos sancionar en una
simple sesión la jornada de ocho horas...
Sr. Prando _ Eso quiere decir que no debemos ir con improvisaciones.
Sr. Frugoni _ El que incurre en una contradicción flagrante, lo repito, es
el propio señor diputado Prando. El señor diputado Prando es el que ha
traído a colación los
ejemplos. Cuando se le demuestra que sus ejemplos, lejos de darle la razón a
él, nos la darían a nosotros, entonces, deja esos ejemplos y acude a otros
nuevos.
Sr. Prando _ ¿Me permite? Yo le di el ejemplo de Francia, estudiando cuatro
años esta ley de jornada legal.
Sr. Frugoni _ Pero, señor diputado Prando, ¿con qué ejemplo nos quedamos?
Sr. Prando _ Y ¿sabe lo que he querido decir con eso? Que Francia, la
liberal Francia, país de las conquistas avanzadas, entre las cuales está
la jornada uniforme no ha ido a ella por improvisación: ha ido estudiando
el ambiente por medio de encuestas e investigaciones prolijas, y una vez
que pudo cerciorarse que la ley consagraría una
costumbre, un estado de hecho preexistente, la dictó pero dictó una ley que
está llena de excepciones y que no tiene la rigidez y la inflexibilidad de
la nuestra. Nuestro
Parlamento, al imitar a su modelo, el francés, no debía improvisar en esta
materia de ir precipitadamente a una solución que hay factores dentro de
nuestro país que la
rechazan.
Sr. Frugoni _ Nuestro Parlamento –eso quiere olvidarlo el señor diputado
Prando- se viene ocupando de esta cuestión del horario obrero desde hace
varios años.
Sr. Ramazo _ Desde 1904, el proyecto Areco fue presentado a esta misma
Cámara.
Sr. Frugoni _ Y si en vez de seis años fueran veinte, a esta altura se le
harían a la Comisión de Trabajo los mismos reproches que ya se le han
hecho; porque en Francia,
donde según el señor diputado, la ley de las diez horas fue objeto de estudios
prolijos, detenidos y concienzudos, en Francia, también, cuando se elevó
la ley al seno del
Parlamento para discutirla, no faltó quienes dijeran que no estaba
suficientemente estudiada y que era necesario realizar una encuesta.
Sr. Prando_ Y los hechos demostraron que tenían razón, porque se está
violando a cada momento.
Sr. Frugoni _ Pero el señor diputado Prando, a cada dos palabras que dice,
nos deja sentada una contradicción.
Sr. Prando _ ¡Absolutamente!
Sr. Frugoni _ Antes nos decía que en Francia la ley de las 10 horas fue
prolija y concienzudamente estudiada. Ahora dice que los hechos han
demostrado que tenían
razón los que en el seno del Parlamento francés sostenían que la ley no había
sido objeto de bastantes estudios.
Sr. Prando _ Me está dando la razón, precisamente, ¿sabe por qué? Porque a
pesar de todos esos estudios se ha llegado a una solución incompleta.
Sr. Frugoni _ El señor diputado presenta estas cosas con un criterio
demasiado unilateral. El señor diputado quiere por fuerza,
deliberadamente, desentenderse de una
gran cantidad de factores que intervienen en Francia, y en todas las viejas
sociedades, para que las leyes, por más humanitarias que sean, cuando se
trata de las relaciones del capital con el trabajo, no se puedan
implantar.
Sr. Prando _ Es una afirmación gratuita, señor diputado.
Sr. Frugoni _ No es una afirmación gratuita; es esa la enseñanza que nos
proporcionan la historia de los movimientos obreros y la simple
observación de los hechos sociales. El señor diputado Prando no podrá
negarme que hay una gran cantidad de leyes sumamente justas, de una
justicia indiscutible, que no han podido adaptarse en los países más
adelantados del mundo. ¿ En virtud de qué? En virtud de las resistencias
que ofrecen los prejuicios, los intereses preexistentes o los derechos
adquiridos.
Sr. Prando _ Es una afirmación completamente gratuita la primera que ha
hecho el señor diputado.
Sr. Frugoni _ Ese es, exactamente el caso de Francia. En Francia no ha
podido demostrarse que la ley que limita la jornada de trabajo a diez horas
sea una ley injusta,
absurda, contraria en esencia a las prácticas industriales y contraria al
interés de la producción. Por el contrario: se dejó acabadamente
demostrado que esa ley venía a
solucionar grandes molestias industriales, porque, por o pronto, a pesar de que
el señor diputado Prando quiere ver en la ley de las diez horas la ventaja
de su diversidad, de su elasticidad, por lo pronto, precisamente, venía
esa ley a uniformar la situación de los operarios dentro de la organización
de los talleres franceses, porque establecía un límite para toda clase de
trabajadores equiparando los hombres adultos con los menores y
las mujeres.
De modo que militaban poderosísimas razones a favor de las diez horas, a pesar
de las cuales se las impugnó calurosamente, a pesar de lo cual su sanción
ha sido
empeñosamente obstaculizada, a pesar de los cual, hubo, para levarlas adelante,
que hacer grandes concesiones. Pero todo ¿por qué? Porque eran resistidas
por intereses
antiguos, arraigados, y resistidas también por grandes preocupaciones y
prejuicios de
carácter económico.
En cambio, tenemos el ejemplo altamente luminoso y significativo de las
colonias inglesas de Australasia. Vemos allí una raza que con sólo
trasladarse de un medio a otro, con sólo ir a plantar su tienda en un país
donde no existe todavía la vasta, complicada y fuerte organización de los
prejuicios y los intereses anteriores, con sólo hacer eso, implanta ya mejoras
y conquistas que en su país de origen nunca habría podido adoptar. Es la
misma raza, es la raza inglesa que se traslada de las Islas Británicas a
las colonias de la Oceanía, y esa raza impone en Oceanía leyes que en
Inglaterra nunca han podido adoptarse, no porque no estén de acuerdo con
el espíritu de la raza misma, no por cierto porque contraríen el espíritu
de la nación , y sean repudiadas por el ambiente industrial de Inglaterra,
sino porque en Inglaterra hay un enorme cúmulo de factores que se oponen a
su implantación y que la imposibilitan. Es por eso que las naciones
europeas en toda esta clase de reformas tienen que proceder con paso más
lento que nosotros. Nosotros podemos adoptar, con más facilidad que ellas,
una gran cantidad de mejoras, de reformas justas, humanas, hermosas, si
puede decirse así, mientras que aquéllas, con ser sociedades más cultas y
más civilizadas que la nuestra, no han podido todavía incorporar a sus
instituciones esas reformas, porque hay intereses, hay
derechos adquiridos, hay instituciones, hay vallas insalvables que impiden
que esas reformas se implanten.
Yo, señor Presidente, voy a pedir a la Cámara quiera concederme un pequeño
descanso, que puede ser de unos cuantos minutos y que considero tan
necesario para los señores representantes que tienen la bondad de
escucharme, como para mí.
Sr. Presidente _ La Cámara pasa a cuarto intermedio.
[...]
Continúa con la palabra el señor diputado Frugoni.
Sr. Frugoni _ Había leído un párrafo del discurso del señor diputado Prando, en
el cual este distinguido colega exponía su concepto de la ley, que nos ha
repetido en el debate que sostuvimos hace algunos instantes.
“¿Por qué queremos anticiparnos nosotros”- añadía el párrafo que he leído-
“a imponer el horario uniforme de las ocho horas, que no ofrece ventajas
para nadie,
cuando, en la realidad de las cosas, nos vamos aproximando a esa
solución?” Es casi lo mismo que con distintas palabras expresaban los
industriales en la exposición
de motivos que el señor diputado Rodríguez consideraba imprescindible para
el completo conocimiento de este asunto, y cuyo previo repartido exigía,
resolviendo a lo
último, sin duda como transacción, repetir más o menos, todos los argumentos de
esta exposición, en vista de que la Cámara no había querido ordenar ese
previo repartido.
Ese concepto según el cual la ley no puede crear costumbres ni extirpar
vicios, ni premiar virtudes; que es una entidad que se esta en la misma
costumbre y se va
planeando en ella, etc., ese concepto encierra un sentido quietista y
conservador que despoja a la ley jurídica de cuantas virtualidades podrían
darle el carácter de un
colaborador, al menos, de las modificaciones sociales, o de un instrumento
de reparación y de rectificación puesto al servicio de los anhelos de
mejoramiento y de la
necesidad de introducir cambios en las relaciones de la vida colectiva.
Si la ley, como decía yo hace un instante, no ha de ser nunca más que el
reflejo, que la constatación de la costumbre, ¿por qué no prescindir de
ella?
Por otra parte, si las costumbres han de ser lo único que pueda dar base
jurídica, defendible y legítima, a la ley, tendríamos que ella giraría
siempre dentro de un mismo
círculo. Desde luego, es ley sería completamente ineficaz, mejor dicho,
inexistente, ante lo vicios profundamente arraigados en los medios
sociales.
Hace un momento discutía con el señor diputado Prando respecto a las causas
por las cuales en algunos países más adelantados que el nuestro no habían
llegado aún a
implantarse reformas que nosotros ya hemos incorporado a nuestras
instituciones, y en los cuales costaría, por cierto, batallas mucho más
grandes, llevar a la práctica algunas de las mejoras que en nuestro país
podrían aplicarse sin molestias mayores, y me esforzaba en demostrarle que
hay allí costumbres e intereses y también prejuicios y preocupaciones que
constituyen una trabazón inexplicable, a través de la cual cuesta mucho
abrir paso a las ideas modernas.
Los prejuicios económicos y los intereses conservadores contribuyen
enormemente a que todas estas leyes, que se refieren a las relaciones del
trabajo y del capital,
encuentren desde el primer instante una formidable resistencia. Pero no
son solamente las leyes que se refieren a las relaciones del trabajo con el
capital las leyes que tratan de reglamentar, de legislar las condiciones
de la producción de los talleres y de las fábricas; hay leyes reclamadas
acaso más imperiosamente, si es posible,
por los más indiscutibles motivos vinculados a la conservación de la raza, a
la conveniencia física, orgánica, moral e intelectual de las generaciones,
que, sin embargo,
no pueden tener aplicación en esas viejas sociedades, porque se opone a ellas,
no por cierto un espíritu de equidad, no por cierto el temor de que
resulten desquiciadoras o contrarias a los verdaderos progresos del país,
sino porque ellas vienen a contrariar interese, intereses de orden
material, que parecería no debieran colocarse nunca por encima de los
intereses de orden moral, pero que, sin embargo, desgraciadamente, suelen
ser en estas cuestiones los que priman y los que deciden.
Un distinguido colega me recordaba, en el pequeño cuarto intermedio que nos
hemos permitido, que en Francia la lucha contra el alcoholismo choca con
grandes obstáculos debido sencillamente a que hay comprometidos en esa
lucha grandes intereses, grandes intereses capitalistas.
No se puede, por ejemplo, prohibir la producción del ajenjo, que tantos
estragos produce en la población de Francia, porque hay muchos capitales,
muchos interese
industriales y comerciales, y fiscales también, ligados a esa producción, y
quedarían, por tanto, comprometidos todos esos intereses si el legislador
quisiera en un buen
momento, velando por la salud y por la conservación de la raza francesa,
dictar enérgicas y radicales prohibiciones.
Volviendo al concepto que de la ley nos ha explayado el señor diputado
Prando – concepto que encierra, como decía, un sentido quietista y
conservador, que despoja a la regla jurídica de toda eficacia y de toda
importancia como colaboradora, como facilitadora del progreso social, como
si la ley no debiera ser nunca la expresión del
anhelo al mejoramiento humano, si no pudiera traducir nunca las aspiraciones
de reformas necesarias, impuestas por diversos y múltiples factores
materiales y morales
que se debaten en la brega por su consecución -; volviendo a ese concepto, he
de decir que de acuerdo con él, la ley, limitándose a reflejar los hechos
consumados, no tendría otro efecto más que el de defender las
instituciones preexistentes, de revestirlas de un carácter de legalidad y
de legitimar y consolidar, por consiguiente, los derechos adquiridos, por
injustos que sean esos privilegios, por inhumanos, por ilógicos,
por anacrónicos que resulten.
Declaremos que la costumbre es ley, y no elaboremos nuevos Códigos que
serán inútiles y superfluos, si la única ley que ha de regirnos es la de
la costumbre. Si hemos
de limitarnos a codificar la costumbre, que está hecha en gran parte de
tradición, o sea, la inmovilidad en la inquietud constante de la
existencia humana, muchas veces no haremos más que oponer el dique de las
cosas de ayer al curso natural de la vida; muchas veces no haremos más que
personificar, encarnar, estratificar al pasado en las leyes, para
sostenerlo en el presente ante el empuje del futuro que avanza. Así
parecieron comprenderlo, por lo demás, los propios autores de esa teoría que el
señor diputado Prando ha desarrollado en breves párrafos y ya por diversas
ocasiones en el seno de esta Cámara, teoría que da a las leyes como única
base las costumbres y hace del derecho un producto natural y espontáneo
que va surgiendo, sin dolor, de las entrañas de la vida colectiva,
plasmándose sobre los hechos consumados y las prácticas generales.
Ellos aconsejan, en efecto, sin ser absolutamente contrarios a las
codificaciones –y su contradicción consiste precisamente, en no ser
contrarios del todo-, ellos aconsejan
proceder con mucha cautela, con mucha parsimonia, y no intentar una
codificación hasta que la conciencia jurídica del pueblo de donde juzgan
emanado el derecho- no
haya llegado a cierta madurez en sus manifestaciones externas. Porque
las codificaciones están expuestas, según Savigny, que es uno de los
representantes más
autorizados de esa escuela, a dos peligros: o a adelantarse a la conciencia
jurídica del pueblo – y entonces corren el riesgo de no ser
aplicadas, porque el pueblo no tendrá capacidad suficiente para
comprenderlas y aplicarlas- o, en cambio, a no seguir la evolución de esta
conciencia jurídica, a quedar rezagadas ante el desenvolvimiento de ésta,
y entonces constituyen ellas un obstáculo a la expansión natural del derecho en
el pueblo que las soporta.
Bien, señor Presidente, en mi concepto este último es el verdadero peligro
temible.
Es real ese peligro de que las codificaciones, de que las legislaciones
lleguen a ser, en determinados instantes del desenvolvimiento, del proceso
histórico de una nación,
retrancas, obstáculos a ese mismo desenvolvimiento, porque quedan retrasadas
ante la evolución natural del derecho y de la conciencia jurídica; porque
surgen relaciones
nuevas en el seno de la sociedad, entre las diversas clases en que la sociedad
se divide, relaciones que es necesario contemplar y a veces encauzar;
porque surgen nuevas
necesidades, porque surgen nuevas fuerzas y nuevos intereses determinantes de
otras orientaciones de la idea de derecho. La codificación que ha querido
ceñirse
estrictamente a la costumbre del momento, sin reparar en que esta costumbre se
halla ya en las postrimerías de su permanencia o se halla combatida por
fuerzas poderosas, no tardará en transformarse en un obstáculo a la marcha
de las sociedades hacia más altos y humanos destinos.
Por eso un ilustre escritor socialista, que fue profesor de la Universidad
de Viena, escribe en una obra notable que es toda ella la más luminosa
demostración de que se
debe legislar siempre con vistas hacia el porvenir y no hacia el pasado: “Las
tres grandes obras legislativas de la época moderna, el Código Civil
prusiano, el Código
Civil francés y el austriaco, se realizaron al finalizar una época que con
justicia fue llamada de las luces, pues nunca la humanidad se sintió más
libre del peso de las
tradiciones, y nunca las altas clases y sus directores intelectuales se
mostraron tan favorables a las clases bajas populares, como en el siglo de
las luces. Los autores de
aquellos tres Códigos se dejaron influir por aquel espíritu magnánimo de
humanidad que desprecia el delirio del momento, y compilaron, por tal
modo, ciertas obras
legislativas, las cuales (especialmente el Código Civil prusiano y austriaco)
se anticiparon no poco al desenvolvimiento social de las naciones respectivas.
Tal es, en
verdad, la función del legislador, ya que sólo mediante una anticipación como
esa se halla en situación de asegurar, por largo tiempo, vida e
importancia a su obra.” Y
más abajo añade: “Los jurisconsultos que se encuentran bajo el influjo de
las opiniones históricas, con dificultad podrán alcanzar un éxito
semejante.”
Conviene advertir que no soy, como no lo es el autor de quien acabo de leer
estos párrafos, partidario de la escuela del Derecho Natural, contra cuyos
postulados y cuyas
conclusiones surgiera la escuela histórica, cuyos altos representantes son
Burke, Savigny, Putcha, etc.; pero el reconocer los errores de aquélla, no
mi impide reconocer
los de ésta, que tuvo méritos indiscutibles a la consideración de los espíritus
modernos.
Ella tuvo, indudablemente, el mérito de sacar al derecho, que los
racionalistas dogmáticos mantenían en el terreno de la abstracción,
haciéndolo descender al terreno
práctico de la historia; tuvo asimismo el mérito de fijar los hechos históricos
de un modo exacto, exponiéndolos con el sentido correspondiente a la época
a que
pertenecían, y tuvo, finalmente, el mérito grandísimo de sustituir la entidad
abstracta del hombre jurídico, el tipo del “hombre ideal” objeto del
derecho, dotado de facultades imprescriptibles, que se mantiene inmutable
en medio de la continua mudanza del mundo, por una representación mas
positiva, más real, del hombre mismo; de sustituir esa concepción
abstracta del hombr4e que se sustrae a las variaciones del tiempo y
se coloca por encima de la influencia de las diversas modificaciones
sociales, por el tipo del hombre “histórico y social”, que habiendo
recibido una actividad en potencia, toma parte en el movimiento universal
y varía al influjo de las cosas, de las contingencias que lo rodean. Pero
el hecho de reconocer todos estos méritos de la escuela histórica, no
me impide reconocer que ella ha incurrido en los errores y exageraciones
propios del espíritu reaccionario que la informa y le dio origen.
Esa escuela puede, sin duda, contar entre sus precursores a Maquiavelo, a
Vico y en cierto modo a Montesquieu; pero, como observa muy bien un autor
italiano, fueron las declamaciones y las realizaciones de la Revolución
Francesa, en su odio contra las reliquias del pasado, las que determinaron
que ella adquiriese conciencia de sí misma y afirmase su existencia
propia, tratando de poner un dique a los afanes de renovación que la
escuela racionalista estimulaba, y constituyendo como una especie de
baluarte opuesto a los principios, a los postulados, a las teorías en que
los pensadores de Francia fundaban todas sus innovaciones.
Al interpretar el derecho, estas dos escuelas parten de bases distintas,
pero hay un momento en que ambas coinciden; puedo decir que hay errores
que son comunes a
ambas y, sobre todo, ambas tienen esto de igual: que pueden servir
perfectamente para justificar y legitimar los mayores abusos, los más
insostenibles privilegios, los más
absurdos e injustos derechos adquiridos. Mientras en Francia, dice ese autor
italiano a que antes he aludido, se perseguía un ideal social que se cría
debía ser obra exclusiva de la razón, y se sucedían con este motivo y en
virtud de este criterio las constituciones a las constituciones, comenzó a
formarse en Europa esta otra escuela y comenzó a levantarse en el seno del
Parlamento inglés la voz de un gran orador, Burke, a quien se le llamara
el Mirabeau de la contrarrevolución, organizando una reacción contra
las teorías en que se inspiraban los revolucionarios de Francia y
oponiéndoles la teoría histórica sobre la formación y desarrollo de las
constituciones.
Al interpretar históricamente el derecho y el Estado, Burke llamaba locura y
delito a toda profunda modificación del sistema de derecho vigente, aunque
estas profundas
modificaciones respondiesen a nuevas relaciones entre las clases sociales, a
cambios operados en la potencialidad relativa de esas fuerzas, o fuesen
imperiosamente
reclamadas por nuevas necesidades de la vida colectiva.
De este mismo modo de pensar han sido sus continuadores alemanes, quienes,
según Menger, el autor que anteriormente he citado, “al compenetrarse de
la interpretación orgánica del derecho y del Estado, olvidaban con
demasiada facilidad que los huracanes y los terremotos forman también parte
del regular desenvolvimiento de la naturaleza, lo mismo que el lento
prosperar de los animales y de las plantas.” Este escritor, después de
demostrar que ambas escuelas se fundan en errores inadmisibles, cuya
magnitud se agrava al referirlos al derecho privado, y después de sostener
que los modernos sistemas de este derecho son, no la obra de toda una nación
– ya sea por virtud del espíritu popular invisible de que nos habla la
doctrina histórica o por virtud de la reflexión y del contrato, según la
escuela del derecho natural- sino la obra de las clases privilegiadas, que
los impusieron a los desheredados mediante una larga lucha, llega a la
conclusión de que ambas doctrinas constituyen importantes tentativas, o,
mejor dicho, son defendibles como aspiración.
Indudablemente el error de ambas consiste en considerar como una realidad lo
que es un puro ideal y debe ser meta de nuestros anhelos, porque si hoy es
imposible admitir que nuestro derecho privado trae su orgánico
desenvolvimiento de la conciencia entera de una nación, ni que ésta haya
consentido en ese derecho, lo indudable es que debemos aspirar a una
organización jurídica, a una legislación que todos admitan como
cosa propia o reconozcan como la obra, al menos, de razonables
transacciones.
Si refiriéndonos al presente se justifican, de acuerdo con el criterio de
estas dos teorías, según anteriormente lo manifestaba, los mayores abusos,
las mayores injusticias, las mayores opresiones de una clase sobre la
otra, ello no impide que sean apreciables como tentativas si se las
relaciona con el porvenir.
Entretanto, señor Presidente, mientras la escuela racionalista abre al
legislador el camino de todas las audacias de la innovación, la otra
escuela lo mantiene encerrado en
el estrecho círculo de la costumbre y de lo preexistente. Cuando Thibaut
quería que se redactase en Alemania, a raíz de las victorias de Napoleón
I, un Código Civil General, una legislación vasta y completa para
toda Alemania, los que se opusieron a este propósito fueron los
representantes de la escuela histórica, encabezados por Savigny, quien
manifestaba que la época no era propicia todavía para grandes
codificaciones, para la confección de Códigos Civiles completos.
Más adelante fueron asimismo los representantes de esta escuela los que
se manifestaron a favor de una codificación general, entendiendo que los
momentos
estaban ya maduros para ello, después del trabajo realizado en el criterio
jurídico por la escuela a que ellos pertenecían; pero era ese instante el
que Menger, el autor que tantas veces he citado, consideraba el menos
propicio de todos, precisamente porque la inmensa mayoría de los
jurisconsultos de Alemania se habían educado bajo la influencia de la
doctrina histórica. Y era el menos propicio porque, como dice él, esos jurisconsultos,
entretenidos en el estudio de edades y condiciones pasadas,
partidarios acérrimos de las ideas tradicionales, no se habían dado cuenta
de los grandes cambios efectuados a principios del siglo XIX en los países
de Europa, no habían advertido que el antagonismo entre ricos y pobres se
había agravado, no habían notado la aparición, sobre el campo de las
actividades colectivas y de las luchas de intereses de clase, de nuevas
fuerzas, y sobre todo, de ese nuevo poder histórico social que las clases proletarias
creciendo y organizándose, habían llegado a constituir.
Es por eso, añade, que elaboraban un proyecto de Código Civil, que es un
atraso comparado con el Código Civil prusiano y el austriaco.
En esto coincide con la opinión de Sorel, quien advierte que cuando más se
distingue que la escuela histórica es insuficiente, es poco satisfactoria,
es al observar los cambios actuales y al relacionarla con el porvenir,
porque los fundadores de ella han dejado el derecho futuro fuera de sus
especulaciones.
Por fuerza ha debido ser así, en opinión, de Sorel, porque toda cuestión,
toda investigación sobre el porvenir es imposible siguiendo la doctrina
histórica.
Reconociendo implícitamente esta deficiencia, Savigny el mismo Savigny,
apenas calmado el ardor de las polémicas, había reconocido que en el
proceso científico de
nuestros tiempos, se produce una conciliación de los principios opuestos y
admitía la importancia de las investigaciones, dando así a su doctrina
mayor flexibilidad.
Y los que dando a la ley como única base admisible y legítima, la costumbre,
han querido conciliar este concepto con la necesidad de legislar por lo
menos fuera de la
costumbre, han tenido que admitir que el legislador tenga el derecho de
elaborar leyes siempre que interprete algo, que sin ser una costumbre,
expresa una convicción o una aspiración de la generalidad o condensa y da
cuerpo a un estado difuso de la opinión.
Vemos, pues, que a merced de estas concesiones –la que acabo de indicar la
recojo de un interesante libro del genial Joaquín Costa, muerto no hace
muchos años en España-, vemos, pues, decía, que en virtud de todas estas
rectificaciones, esa doctrina, que en un principio quiso hacerse ten
férrea, que quiso ceñir, de una manera tan estricta, tan inseparable la
ley a la costumbre, se ha ido ampliando, hasta admitir que la ley
puede venir, como lo admite Costa, aun cuando no se apoye en el sostén de
la costumbre establecida; basta que pueda creerse que ella impondrá algo
que no tardaría en llegar a ser por el natural y espontáneo correr de las
cosas una costumbre general. Este sería, después de todo, el caso de la
ley que discutimos y que el doctor Prando combate a pesar de eso; porque
entre nosotros y en todas partes, cada vez que se plantea una de estas
nuevas leyes que lesionan algún interés existente, se hacen las mas
extremas afirmaciones de la legitimidad inviolable de las costumbres
llamadas a desaparecer.
Pero, ¿cómo explicar y cómo justificar dentro de ese criterio estricto, las
leyes reformadoras, precisamente las mas justas, las más humanas, las más
nobles, la parte
más fecunda de las actividades legislativas de todos los parlamentos del mundo?
La ley que abolió, por ejemplo, la esclavitud, ¿no vino a derogar
costumbres? ¿no vino a destruir un antiguo privilegio? ¿no vino a suprimir
de golpe un viejo, un anacrónico derecho adquirido? Según el concepto del
señor diputado Prando y los que como él opinan, debió haberse esperado a
que las cosas evolucionaran por sí mismas y a que los amos se
convenciesen, por fin, de lo inicuo de su privilegio, o que los
esclavos adquiriesen fuerza bastante y se pusiesen en condiciones de
romper, sin la ayuda de nadie, sin la intervención de ley alguna, sus
oprobiosas cadenas