El discurso
del PIT-CNT del 1° de mayo movió las aguas del debate en nuestro país sobre la
reducción de la jornada de trabajo, tema que había pasado casi desapercibido
pese a la novedad que supuso la ley chilena que reconfiguró el límite semanal
de 45 a 40 horas y que fue difundida en casi todos los medios.
Pero en las
últimas semanas el foco de la temática laboral estuvo puesto en otro lugar. Los
despidos de colectivos de trabajadores/as en sectores del comercio, la salud y
los servicios –cuestión también referida en el discurso del movimiento
sindical– fueron objeto de reclamo de mayor protección para quienes trabajan
bajo dependencia. Como suele ocurrir, y con los matices de cada caso, se trató
de decisiones de los empleadores comunicadas de manera súbita y sin un motivo a
la vista, amparados en la monserga del llamado “despido libre”, ardid que les
permite desembarazarse de quienes trabajan con la contrapartida del pago de una
módica indemnización.
Justamente
estas tres notas –falta de aviso, de motivación y costo reducido– constituyen
la estructura central de nuestro sistema de “despido libre”, una construcción
que, si bien hegemónica, nunca dejó de tener objetores que observaron su deriva
facilitadora de la terminación de la relación de trabajo por la voluntad
omnímoda de una de las partes, sin contemplar en absoluto la figura del hasta
entonces “colaborador”.
En el
fondo, tienen razón los objetores: desde el punto de vista del derecho, el despido
libre contradice la protección del trabajo, consagrada constitucionalmente
(artículos 7° y 53°), así como incumple con compromisos internacionales que
nuestro país ha asumido en el sistema interamericano de derechos humanos; y
desde el punto de vista de los intereses en juego, produce un notorio
desequilibrio entre trabajadores/as y empresarios, lesivo de la igualdad y de
la libertad en el contrato de trabajo.
Pero más
llanamente, el despido imprevisto e inmotivado contradice el sentido común, ya
que no se admite en las relaciones humanas (grupos de referencia, familia,
etcétera) que un integrante asuma conductas sin dar acabada explicación o
justificación, y menos aún si el resultado afecta de algún modo a otra persona.
El origen
Relata Plá
Rodríguez que en 1944, ante el posible advenimiento de despidos en masa de
trabajadores por la doble circunstancia del restablecimiento de horarios en el
comercio que se habían reducido en razón de la escasez de combustible, producto
de la Segunda Guerra Mundial, más un aumento salarial generalizado dispuesto
por el gobierno, se ideó el dispositivo de la indemnización por despido,
buscando un efecto disuasorio del propósito de poner término a las relaciones
de trabajo. El mecanismo indemnizatorio previsto inicialmente para el comercio
se fue extendiendo paulatinamente a todas las actividades del ámbito privado.
Mirado
desde la perspectiva actual, el mecanismo presenta algunos problemas. El monto
de la indemnización, que se calcula con base en la antigüedad en el empleo,
resulta inferior, según datos del Banco Mundial, al promedio de países tan
variados como Argentina, México, El Salvador, Ecuador, Chile, Honduras, y al
traducirse en una suma fija, no queda ligado a las circunstancias personales de
cada trabajador/a, que pueden ser muy diversas.
Por otra
parte, las lecturas dadas a las leyes sobre despido cristalizaron la
interpretación de que la indemnización sustituía la obligación de dar preaviso
a quien se prevé despedir, una regla que hasta ese entonces se respetaba y que,
incumplida, podía dar lugar al reclamo de una indemnización complementaria.
El
incumplimiento de esta norma por el Estado uruguayo al mirar para el costado y
no requerir la justificación de los despidos lo debería hacer incurrir en
responsabilidad.
En la
práctica, el abandono de la obligación de preavisar posibilitó la comunicación
informal e inmediata del despido, al extremo de que actualmente, a través de
las redes sociales, se priva del trabajo a una persona mediante un breve fraseo
(economía de caracteres) empleando un Whatsapp. Pero como además en el trabajo
en la economía de plataformas digitales todo es apariencia y virtualidad
(“bienvenido al desierto de lo real”,dice Morfeo a Neo en Matrix) y desaparece
la figura humana del empleador, es posible que el despido se trasunte en una
simple “cancelación” al “prestador de servicios” por parte de un algoritmo que
ya no lo reconoce.
El
preaviso, sin embargo, es todavía una extendida medida aplicada en países tan
variopintos como Italia, Barbados, Chile, Argentina y Alemania, que posibilita
que la persona que se verá privada de su ingreso pueda emprender rápidamente la
búsqueda de otro empleo, la recapacitación laboral o el amparo de un subsidio, para
lo que contará con un plazo razonable sin verse sorprendido por el desamparo
que significa la pérdida del trabajo.
Las
interpretaciones también determinaron que con el pago de la indemnización
legalmente estipulada el empleador no debía dar explicaciones ni justificar las
causas del despido. Sin explicaciones ni preaviso, el despido discurre de
manera automática, como si se tratara de una declinación autista del empleador,
a quien bastaría emplear un lenguaje de señas.
Las cosas
son de otro modo si las miramos desde el punto de vista de las normas del
derecho internacional de los derechos humanos. La Organización Internacional
del Trabajo (OIT) adoptó en 1982 el convenio internacional N° 158, que obliga a
justificar el despido so pena de operar el reintegro o pagar una indemnización
suplementaria, además de dar un preaviso y consultar a las organizaciones de
trabajadores. Muchos han dicho que esa norma puede considerarse parte de
nuestro sistema jurídico en tanto porta un derecho “inherente a la personalidad
humana”, tal como reza el artículo 72 de la Constitución Nacional.
Pero quizá
no sea del todo necesario recurrir a ese mecanismo de incorporación de derechos
fundamentales a nuestra normativa, ya que nuestro país ratificó el Protocolo
Adicional a la Convención Americana de Derechos Humanos en materia de Derechos
Económicos, Sociales y Culturales, cuyo artículo 7.d) obliga a los Estados a
garantizar “la estabilidad de los trabajadores en sus empleos, de acuerdo con
las características de las industrias y profesiones y con las causas de justa
separación. En casos de despido injustificado, el trabajador tendrá derecho a
una indemnización o a la readmisión en el empleo o a cualesquiera otra
prestación prevista por la legislación nacional”.
El
incumplimiento de esta norma por el Estado uruguayo al mirar para el costado y
no requerir la justificación de los despidos lo debería hacer incurrir en
responsabilidad si esos despidos inmotivados se llevaran ante la Corte
Interamericana de Derechos Humanos, que ha dicho de manera reiterada, en
distintos pronunciamientos, que “en caso de despido injustificado” los Estados
están obligados a “remediar la situación (ya sea a través de la reinstalación
o, en su caso, mediante la indemnización y otras prestaciones previstas en la
legislación nacional, a opción del trabajador)”.
Los derechos no se defienden solos
Algún
operador jurídico debería mover las piezas y reclamar judicialmente el
reintegro de un trabajador/a o un colectivo despedido de su empleo de manera
inmotivada y luego, de ser necesario, desatar un proceso para reclamar en todas
las instancias nacionales e internacionales el cumplimiento de estas normas de
derechos humanos con las que el Estado se encuentra comprometido.
En
definitiva, en el ámbito laboral debería darse aviso suficiente y explicaciones
de los motivos del despido. O sea, debería primar el sentido común y que no
siga ocurriendo lo que advertía un profe de Filosofía de la época secundaria,
cuando nos recordaba que “el sentido común es el menos común de los sentidos”.
Publica en
LA DIARIA el 8 de mayo de 2023. Título original: “El sinsentido del despido
imprevisto, inmotivado y barato”. Autor: Hugo Barretto Ghione.