Entrevista
al sociólogo brasileño Ricardo Antunes.
Especializado
en la evolución del mundo del trabajo y autor de numerosas investigaciones al
respecto, Antunes habla en esta entrevista sobre la urgencia de pensar nuevas
estrategias ante el avance de la explotación laboral y la destrucción del
planeta.
Profesor
titular de Sociología en el Instituto de Filosofía y Ciencias Humanas de la
Universidad Estatal de Campinas, en Brasil, este paulista de 70 años se ha
especializado hace mucho en la evolución del mundo del trabajo y es autor de
numerosas investigaciones al respecto, varias de ellas publicadas fuera de su
país. Algunos de sus últimos libros son Riqueza y miseria del trabajo en
Brasil: trabajo digital, autogestión y expropiación de la vida, El nuevo
proletariado de servicios en la era digital y ¿Adiós al trabajo? Ensayo sobre
las metamorfosis y la centralidad del mundo del trabajo. Brecha lo entrevistó a
comienzos de mayo en su ciudad natal, al margen de la XVI Conferencia Regional
de la Unión Internacional de Trabajadores de la Alimentación, donde presentó
una ponencia ante un público compuesto por sindicalistas provenientes de toda
América Latina.
«Estamos
ante una crisis estructural del capitalismo, pero no ante cualquier crisis. La
de ahora no es como otras, por ejemplo, la de 1929. Es mucho más profunda, más
letal desde todo punto de vista», comenzó diciendo Antunes.
— ¿Qué es
lo que la diferenciaría?
—La de
ahora está poniendo directamente en riesgo a la humanidad. Nos está llevando a
las puertas de una guerra nuclear y [está] arrasando con el planeta a una
escala sin precedentes. La guerra en Ucrania relanzó la producción de energías
fósiles en todo Occidente. Van a calentar aún más el planeta. ¿Hasta qué grado?
Y, en paralelo, se da una destrucción acelerada del universo del trabajo, con
una acentuación hasta ahora desconocida de los niveles de precarización, de
desempleo, de la contradicción entre el trabajo calificado y el trabajo
precario. En Brasil hoy hay 12 millones de personas en desempleo abierto y un
40 por ciento de la mano de obra en la informalidad. La apariencia del fin del
trabajo que se da en el Norte global esconde una expansión brutal del trabajo
precarizado en el Sur. Este celular que tengo ahora en la mano no existiría sin
un paso inicial: la extracción mineral en África, Asia, América Latina. Hasta
su última pieza se fabrica en el Sur, y, por lo general, en condiciones
bastante aberrantes para quienes lo hacen.
Yo no estoy
de acuerdo con lo que dicen algunos grandes pensadores, como Toni Negri, André
Gorz y Jürgen Habermas, que teorizan sobre el fin del trabajo. O con quienes
afirman que estaríamos en una era industrial de servicios y, por lo tanto, en
una suerte de poscapitalismo. Lo que hay es una recomposición del trabajo. En
su fase actual, el capitalismo solo puede crecer destruyendo, y destruye
básicamente en el Sur, aunque no solo, porque basta ver la situación de las
poblaciones racializadas en Europa, en Estados Unidos. Y si observamos lo que
sucede con los servicios, notaremos que, en todos lados, se han vuelto fuertemente
capitalistas, en el sentido de que han sido privatizados, desde la seguridad
social hasta las escuelas, pasando por las cárceles y, por supuesto, el agua,
uno de los grandes temas de ahora. Desde el comienzo del siglo XXI se ha
acelerado fuertemente ese proceso. El capitalismo hoy tiene una imposibilidad
total de metabolización social.
—¿Es decir?
—Lo que
afirmaba antes: es cada vez más destructivo. Del trabajo, pero también de la
naturaleza y del propio ser humano, con la profundización del racismo, de la
opresión de género. En un libro que escribí hace ya muchos años [¿Adiós al
trabajo?, de 1995], manejaba el concepto de esclavitud del siglo XXI para
referirme a un futuro en el que la precarización se volvería estructural y se
iría extendiendo progresivamente.
Decía que,
así como en las épocas de la esclavitud los trabajadores eran vendidos, en la
época contemporánea, de tercerizaciones, subcontrataciones, de precarización,
el trabajador sería alquilado. Hablo, obviamente, de una esclavitud de nuevo
tipo, no de aquella de siglos atrás. Cuando escribí aquel libro, hace casi 30
años, el trabajo precario no era tan común. Hoy es la norma. La informalidad se
ha formalizado.
—Se está
refiriendo a lo que usted llama el capitalismo de plataformas o capitalismo
pandémico.
—Sí, y a su
expresión: la uberización del trabajo. El capitalismo hoy funciona con base en
el modelo de Uber. ¿Y qué supone ese modelo? La supresión de los derechos del
trabajador. Lo que ahora es cada vez más excepcional es el trabajo regulado, lo
que equivale a decir con derechos. Un contrato genera derechos, y en la era de
la uberización el trabajo está cada vez más divorciado del acceso y el
ejercicio de derechos.
Hoy los
empresarios apuntan a la flexibilización, a la individualización de las
relaciones laborales. Los nuevos proletarios reciben paga únicamente por el
trabajo realizado y no tienen protección social: son ellos mismos los que se la
proveen, porque se trata de «autónomos» que no están sujetos a convenciones
colectivas, por ejemplo. Lo peor es que este tipo de relaciones laborales –que
se están generalizando a muchos sectores, incluso la industria y la
agroindustria– son «vendidas» como favorables al trabajador, que ganaría en
independencia, en control sobre su propio tiempo, etcétera, etcétera. Se los
menciona como «socios» de sus empleadores, se los incita a convertirse en
«emprendedores».
—Y se crea
toda una jerga que acompaña este fenómeno, una lengua de la uberización.
—Sí, un
nuevo lenguaje cargado de doble sentido repleto de manipulaciones, de burlas.
¿El trabajador precarizado: un «socio» de Jeff Bezos, un «socio» de Elon Musk?
¡Por favor! Si hay alguien que sale ganancioso de esta nueva ecuación,
claramente, es el capital: ¿qué mejor para los empresarios que unas relaciones
laborales individualizadas, a distancia, con jornadas de trabajo que puedan
estirarse como chicles, sin las molestias que plantean los sindicatos y los
sindicalistas? La pandemia de covid-19 sirvió para que ese modelo, el de Uber,
el de Amazon, que ya venía de antes, se consolidara. Y luego no solo no
desapareció o disminuyó, sino que se expandió: el teletrabajo, el contacto por
Zoom, la educación a distancia son variantes de este fenómeno global. Así como
las nuevas tecnologías en sí mismas no son causantes de nada, la pandemia
tampoco fue la causa de esta nueva esclavitud laboral, pero fue aprovechada por
el capital para ajustar el modelo.
Tengamos en
cuenta, por otro lado, que el capitalismo de plataformas, básicamente impulsado
por las grandes corporaciones globalizadas y financiarizadas, se relaciona con
protoformas del capitalismo. Para decirlo más claramente: el capitalismo de la
era digital, de los algoritmos, de la época del Internet de las cosas, de la
inteligencia artificial, de la big data, de la tecnología 5G y la industria 4.0
recurre a las mismas técnicas de explotación que en la época de la acumulación
primitiva.
Uno podría
pensar, razonando con algo de sentido común o en un marco mínimamente
humanista, que en un mundo donde el desarrollo tecnológico permite ahorrarse
una enorme cantidad de tareas que antes realizaban los seres humanos se
repartiría el tiempo de trabajo para que todos podamos vivir más o menos
dignamente. Pero eso no entra en lo más mínimo en la mentalidad de la era del
capitalismo de las grandes corporaciones. Se puede decir que hoy hay en marcha
laboratorios de experimentación del trabajo a gran escala en los que el
trabajador es el cobayo. Si el capitalismo como tal es un infierno para el
trabajador, el capitalismo de plataforma, versión 4.0 del neoliberalismo, lo es
más aún porque consagra la precariedad, la del trabajo y la de la propia
existencia.
—Usted
recurre frecuentemente a la metáfora del sociólogo austríaco Karl Polanyi del
modelo satánico para referirse al modo de funcionamiento de este sistema.
—Sí, la he
evocado en muchos trabajos. Es una metáfora muy gráfica, referida al fenómeno
de la mercantilización de todos los resortes de la vida, una mercantilización
que ha producido mutaciones enormes, antropológicas, políticas. Polanyi lo vio
hace mucho tiempo [murió en 1964], y su metáfora se aplica perfectamente a este
mundo en el que la tecnología no está siendo aplicada en beneficio de la
humanidad, a satisfacer cosas útiles y socialmente necesarias, sino todo lo
contrario.
¿Qué nos
mostró la pandemia? Que la humanidad tiene que fomentar el trabajo para generar
bienes socialmente útiles, con menos horas de trabajo diario, y dejar de
apuntar al trabajo orientado a la creación de riqueza. Quienes mostraron su
valía entonces fueron los trabajadores y las trabajadoras de la salud, quienes
se ocupan de los cuidados, quienes nos proveyeron de alimentos aun a riesgo de
sus vidas. Se demostró igualmente la importancia de que los bienes comunes
estén bajo control público y no privado.
Y
respiramos mejor. No por la pandemia en sí, sino porque no circularon coches
privados. El transporte público quedó en valor. Lo sorprendente es que estas
consideraciones no formen parte de las reflexiones de las izquierdas.
—A ver…
—Todo esto
que estamos viendo debería situar a las izquierdas en una perspectiva
anticapitalista. Cualquier visión emancipadora actualmente debería partir de
esa base, de que el capitalismo nos está llevando a la destrucción de la
humanidad. Hoy por hoy, la reducción real de la jornada de trabajo y del tiempo
de producción en las fábricas, la reapropiación social de la producción para
que se privilegien los bienes socialmente útiles y no los que generan plusvalía,
el combate al cambio climático, la producción de alimentos sanos son objetivos
que van unidos y que no podrían jamás alcanzarse en el marco de este sistema.
Pero las
izquierdas se han convertido, paradójicamente, en guardianas del sistema,
empeñadas como están en reformar lo irreformable. Lo vemos clarísimamente en
América Latina: las burguesías no aceptan ni la más mínima reforma. Cuando
algún gobierno progresista se sale un poquito de la norma intentan derrocarlo
por el medio que sea. Solo toleran a quienes no cuestionan lo esencial, y hasta
cierto límite. Pero la izquierda ha desaprendido a inventar utopías y aprendido
a hacer lo posible, olvidándose de la transformación radical del mundo.
Lo mismo
les sucede a los sindicatos. Los liderazgos sindicales tienen una larga
tradición de defensa. Desde hace cinco décadas están luchando denodadamente por
preservar lo mínimo, y está muy bien que así sea, pero eso ya no basta, porque
la aceleración de las transformaciones en que está inscrito el capitalismo de
plataformas hace que las reformas sean imposibles de sostener.
¿Por qué no
podemos imaginar una sociedad sin propiedad privada, sin lucro, sin dinero? ¿Es
una utopía? Sí, claro, pero llega un momento en que los sistemas caen. El
feudalismo duró diez siglos. Los señores feudales, la nobleza, el Estado
absolutista, ¿imaginaban que habría una revolución radical burguesa que los
derribaría? No. Ahora se trata de pensar otra revolución radical verdaderamente
liberadora. Y no vale decir que el socialismo fracasó, como se afirma hoy tan
alegremente. Fracasaron sus versiones de los últimos 150 años, pero al
capitalismo le llevó tres siglos derrotar al feudalismo. Si Rosa Luxemburgo
despertara hoy, no diría que la alternativa es entre socialismo y barbarie, porque
en la barbarie ya estamos inmersos. Diría que es entre socialismo y
desaparición de la humanidad. No hay que hacerse trampas al solitario. En ese
estadio estamos: el capitalismo hoy es esencialmente destructor, belicista, no
hay margen para que a alguien se le ocurra «humanizarlo», como pretendían en su
momento las socialdemocracias. Antes ese planteo era ilusorio, ahora es
suicida.
—No es
precisamente hacia allí que se han embarcado el progresismo o las izquierdas.
Hablando de belicismo, en Europa una parte del progresismo está en línea con
los planteos de la OTAN con la excusa de combatir el expansionismo ruso.
—Respecto a
Ucrania, creo que es una guerra interimperialista, pero ese no es el tema aquí.
Sí lo es que esas izquierdas le han comprado el marco al liberalismo y en ese
proceso le han dejado el terreno libre a la derecha más dura y a la
ultraderecha, que hoy está encarnando –increíblemente– las posturas
antisistema. Como Trump, como Bolsonaro, como Milei, que se presentan como
rebeldes cuando, en realidad, son lo más rancio. Pero eso se los ha permitido
la izquierda al volcarse al centro y no animarse a plantear temas como la
transformación del mundo del trabajo o el cambio climático, porque, si lo hace
en serio, tendría que ir hacia posturas de superación del capitalismo y se
resiste a hacerlo: no va más allá de una defensa de lo que queda del Estado de
bienestar. El caso del Partido de los Trabajadores en Brasil es de ese tipo. O
el de Boric en Chile. Y yendo a Europa, ¿qué diferencia de fondo hay entre el
socialista Hollande y el liberal Macron? Ninguna. Hasta en la represión se
parecen. Como dicen en español: no es lo mismo, pero es igual.
La pandemia
llegó en un momento en el que en el mundo había una agitación social muy
interesante que, en cierta manera, cuestionaba el sistema. Podría haber nacido
algo distinto de allí. Hoy, sin embargo, es la derecha más radical la que está
marcando el rumbo con una violencia extrema, y la izquierda está claramente a
la defensiva.
Mi
esperanza es que una alternativa nazca de las periferias, de los movimientos
feministas, de los inmigrantes, de los negros, de los indígenas, de los
precarizados, del ecologismo. Hay un resurgimiento de clase interesante en
Inglaterra, un renacer de las movilizaciones sociales en Francia. Son cosas que
dan ilusión, pero la clave está en que los planteos que surjan vayan al fondo
de las cosas y sean radicalmente anticapitalistas. Pienso que hay que aprender
de las mujeres. Tienen más valentía con relación al capital. Pero hay también
un feminismo fácilmente integrable al universo burgués, al igual que hay –en
Brasil se da− un «emprendedurismo» negro que nada cambia el fondo de las cosas.
En
definitiva, la izquierda necesita una refundación, perderle el miedo a proponer
un nuevo modo de vida, perderle el miedo a la radicalidad. Si dejamos que
avance el capitalismo, que en su fase actual es un capitalismo de plataformas,
una expresión acentuada del neoliberalismo, estaremos en poco tiempo todos
uberizados y en una situación comparable al subterráneo del infierno de Dante:
no el infierno mismo, sino algo inimaginable. Por fortuna, las cosas son
imprevisibles. Como el mundo del capital no se reproduce sin alguna forma de
interacción con el trabajo vivo, van apareciendo, aun en situaciones adversas,
formas de solidaridad entre los trabajadores y, a la larga, rebeliones.
Lo bueno de
ahora es que al llegar a este estadio no queda margen para medias tintas.
Llegará un momento en que eso nos romperá los ojos. Ya deberíamos estar en esa
fase, pero los espejismos son todavía demasiado fuertes. Esperemos que cuando
despertemos no sea demasiado tarde.
Extraído de
Brecha, número 1959, 9 junio, 2023. Titulo original: “Un
mundo uberizado”. Autor: Daniel Gatti.