Cerrado el
año 2022, en el ámbito de la seguridad ha quedado instalada una situación muy
severa. Hay razones de base que se mantienen: los delitos (sobre todo, los más
graves) y sus dinámicas han recobrado el perfil prepandémico. Los homicidios
crecieron cerca de un 30 por ciento y, si nos ponemos un poco solemnes, podemos
afirmar que tuvimos uno de los años con más asesinatos en la historia moderna
del país. El número de personas privadas de libertad sigue aumentando y el
panorama en amplias zonas del sistema penitenciario es crítico. En definitiva,
la vigilancia selectiva, el control aleatorio y el encierro como primer recurso
operan como verdaderos aceleradores de los problemas de fondo.
Se ratificó
la Ley de Urgente Consideración por un ajustado margen, hay una priorización
discursiva en el fenómeno del microtráfico de drogas, pero fundamentalmente hay
una inercia de una política que es incapaz de sustentarse en algo firme y de
mover algunos límites de lo que ya se conoce. A lo sumo, en las inmediaciones
del propio desastre, se anima a escuchar alguna voz extranjera que ha dicho
que, en el estado de Texas, han tenido que parar y revertir la tendencia a
promover la privación de la libertad como recurso eficaz para contener el
delito. A su vez, en el final del tercer año de gobierno, se descubre que sería
importante tener una estrategia integral de prevención y se convoca a un
diálogo técnico, en el que casi nadie cree.
Esa
política ha tenido ejecutores e intérpretes, muchos de ellos cuestionados por
sus manejos arbitrarios, en particular dentro de la interna policial. Una vez
que asumió el nuevo gobierno, hubo una redistribución de poder en favor de los
sectores más conservadores y eso obstaculizó algunos procesos de transformación
que se orientaban en una dirección más profesionalizante. Un mando político sin
liderazgo y sin ideas se subordinó al criterio policial, y entre ambos
sostienen acuerdos de intereses que están muy lejos de solidificar una política
pública ambiciosa. Por si fuera poco, las aventuras del exjefe de la custodia
del presidente involucran a varios altos cargos de la Policía.
Por otra
parte, las rutinas para administrar la información sobre denuncias de delitos
han quedado sometidas a nuevos criterios discrecionales. No hay demasiado
margen de credibilidad para amortiguar las dudas sobre cómo se contabilizan
esas denuncias. La evidencia que el gobierno aporta para demostrar sus éxitos
en materia de gestión de la seguridad debe ser enfáticamente cuestionada y, en
la misma dirección, es necesario exigir la institucionalización de mecanismos
válidos y confiables para evaluar la política sectorial.
Más allá de
estos señalamientos, la política de seguridad ha adquirido formas nuevas para
tramitarse. Positividad, transparencia y mejoras son vocablos que se repiten,
sin que importen en lo más mínimo las evidencias. Más aún, se sostienen en
contra de las evidencias (o a partir de su invención). En efecto, la
posibilidad de tener un diagnóstico profundo y actualizado sobre la violencia,
la criminalidad y la inseguridad es impedida deliberadamente por el relato de
éxito que se quiere imponer. Cuando esa narrativa es cuestionada por sectores
sociales y políticos, el gobierno se victimiza y se hace el incomprendido ante
tanta crítica injustificada y falta de reconocimiento. En el mundo de los buenos,
de «los que construyen», la positividad es un valor y la crítica es el recurso
resentido de esos otros «negativos». Por eso, a veces los buenos se cansan y
dejan de serlo, y se prodigan en contra de esa alteridad que solo sabe moverse
en función de sus intereses particulares. Así, la violencia política de los
buenos se ha ido instalando de a poco en el país, y la polarización –esa misma
que se dice combatir– ha sido el resultado más evidente de la estrategia de
«defensa agresiva» del gobierno y de sus aparatos de opinión. Los «ustedes ya
me conocen», «siempre hemos sido transparentes», «convocamos al más amplio
diálogo en seguridad», «queremos que el país esté representado por sus signos
de convivencia democrática» son recursos que cohabitan plácidamente con el
ejercicio de la violencia política, el espionaje, las operaciones de prensa y
la negación del rol de la oposición. Durante el año 2022, en el tema de la
seguridad, el gobierno se las ingenió para llevarnos a un escenario
decididamente pospolítico. La pretensión de transparencia, la imposibilidad de
intercambios públicos con base en argumentos y el ejercicio muy próximo a la
intimidación política son algunas de las vías privilegiadas para llegar a ese
destino.
El ministro
del Interior se ha llevado todos los premios a la hora de razonar públicamente.
Además de repetirse con la idea de que ahora hay más seguridad que cuando
gobernaba el Frente Amplio (FA) –según él, porque las estadísticas de denuncias
de los principales delitos muestran una tendencia a la baja–, ha llegado a
sostener que el problema de la oposición es la envidia al éxito actual. Luego
de un año con casi un 30 por ciento de aumento de los homicidios y luego de
prometer un plan para enfrentarlos, su única reacción es afirmar que hubo un descenso
con relación a 2019 (afirmación temeraria si tomamos en cuenta algunos casos a
confirmar y un número muy importante de «muertes dudosas»). Pero se insiste: el
aumento de este tipo de muertes violentas, principalmente por «ajustes de
cuentas entre criminales», es la consecuencia directa de un extraordinario
trabajo de desarticulación de nichos de narcomenudeo. Con la intención de
prevenir lo malo, generamos lo peor. No es la primera vez que este tipo de
racionalidad se hace visible en el debate público, pero su lógica perversa
tiene una resonancia que trasciende la discusión puntual.
Estas
formas de razonamiento –que materializan estilos de hacer política– no deberían
minimizarse, ya que consolidan un tono discursivo, movilizan cuotas importantes
de resentimiento y paralizan las discusiones sobre nudos y políticas. Revelan
un estilo que, a su vez, refleja cierto clima de época. Lo que nos hubiera
parecido inaceptable en otros tiempos hoy se naturaliza y se ejecuta casi sin
ser advertido y, mucho menos, resistido. La crítica a esta tendencia es tildada
de negatividad: propia de «los que están fuera del tiempo», de «los que quieren
que al país le vaya mal», de «los que son incapaces de identificar las señales
de la realidad». El problema se hace más agudo cuando esta lógica atrapa a la
mayoría de los actores relevantes.
En el
Uruguay de los últimos tiempos, las políticas de seguridad se han caracterizado
por sus efectos paradójicos. Por un lado, las estrategias aplicadas por
distintos gobiernos han tenido un libreto hegemónico y un ciclo en el que han
predominado las inercias por sobre las rupturas. Por el otro, hay una disputa
política que instala una suerte de polarización y deja la impresión de un
enfrentamiento de visiones antagónicas. En todo caso, el antagonismo es más de
intereses que de enfoques. Al principio sin quererlo, a esa polarización ha
contribuido la propia izquierda (o una parte predominante de ella): la que
durante sus gobiernos tuvo que enfrentar duros embates opositores y
progresivamente ajustó sus posiciones a las exigencias de las demandas de
seguridad y al repertorio propio del «realismo de derecha». La disputa cayó en
la trampa de un radicalismo aparente, que se reproduce con idéntica fuerza en
estos días. En la medida en que estos temas quedan en manos de unos pocos
referentes (algunos más visibles que otros), el FA reproduce esa lógica.
El episodio
del diálogo de los partidos políticos para pensar estrategias preventivas,
convocado por el gobierno sobre el final del año, es un buen ejemplo de lo que
queremos decir. Una iniciativa forzada, poco creíble, orientada a la búsqueda
de algo de oxígeno político y de un poco de visibilidad para algunos referentes
técnicos de inserción colorada. En el contexto político en el que estamos, lo
más adecuado para el FA era no concurrir; o, al menos, exigir condiciones muy
precisas para garantizar un horizonte programático medianamente serio. La
resolución de participar en la segunda reunión constituyó un error añadido.
Asistir y patear el tablero sonó a una operación armada, ejecutada no solo con
falta de voluntad, sino, además, con cierto aire de superioridad moral. Esto
tiene al menos dos derivaciones. En primer lugar, mantiene esa lógica de
polarización, de disputa mediática, sin que se pongan en juego contenidos
fundamentales. El problema no es solo la imagen (mala) que se proyecta, sino lo
que objetivamente se impide. El FA pudo haber liderado la construcción de un
espacio político para la prevención integral, obligando al gobierno más allá de
sus pretensiones para el diálogo y ensanchando los límites de lo pensable y lo
decible. Para eso, la propia izquierda debería habilitar esas condiciones. Y
aquí aparece la segunda derivación: a pesar de la protesta tibia de algunos
sectores, estos asuntos siguen bajo la custodia de unos pocos. Hay una estricta
desacumulación programada funcional a los intereses de autopromoción, que más
tarde o temprano hay que revertir. No es la primera vez que señalamos esto, ni
será la última. Dibujar nuevas perspectivas, movilizar elencos y saberes,
construir espacios sustentables de diálogo (adentro y afuera) es lo que puede
sacarnos de este persistente acorralamiento.
EXTRAIDO DE
BRECHA N° 1938. TITULO ORIGINAL: EL FRACASO DEL DIÁLOGO INTERPARTIDARIO SOBRE
SEGURIDAD PÚBLICA Acorralados (ellos y nosotros). Autor: Rafael Paternain 13
ene
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