Algunos nos preguntamos por qué no estamos ante una fuerte reacción popular y ciudadana cuando el Estado lleva dos meses proporcionando agua no potable, violando su obligación constitucional y desconociendo lo que espera toda la población. ¿Será que la irresponsabilidad del sistema político y de los gobernantes tiene su contracara en la resignación ciudadana? Todo indica que aquel aserto de que los uruguayos somos mansos con los de abajo y rebeldes con los de arriba quedó desactualizado por los cambios culturales en curso.
No resulta
sencillo encontrar respuestas, ya que las razones de fondo de la escasez de
agua potable se deben al cambio climático y al llamado modelo productivo, el
extractivismo. El primero parece no depender de nadie, no habría responsables
más allá de un sistema que descuida la naturaleza y del cual, de algún modo, la
humanidad entera es responsable, aunque con cuotas muy diferentes.
El segundo
es más inasible aún. Es el gran olvidado de los debates actuales, quizá porque
nadie está dispuesto a poner en cuestión la forestación y los monocultivos que
contaminan las fuentes de agua y las sobreexplotan. Menos aún en año
preelectoral. De modo que, como dijeron tanto el presidente como el principal
referente de la oposición, solo cabe esperar que llueva, mirar hacia el cielo
sin mentar, claro está, la palabra resignación.
Sin
embargo, hay protestas. Durante el primer mes fueron casi diarias,
protagonizadas por jóvenes «autoconvocados», con modos y formas propias de las
movilizaciones feministas. Hubo concentraciones, asambleas en espacios
públicos, volanteadas, cortes de calles, actuaciones musicales, todas con un
perfil performativo. Inicialmente se convocaron en el Centro, pero luego fueron
dispersándose en los barrios. Salvo el sindicato de OSE, el movimiento sindical
estuvo casi ausente, el Frente Amplio (FA) ignoró las protestas y las
organizaciones que habían estado en las calles durante la crisis de 2002
(cooperativas de vivienda y la Federación de Estudiantes Universitarios del
Uruguay) no se dieron por enteradas.
La
incipiente protesta fue encapsulada exitosamente por las grandes organizaciones
de la izquierda electoral e institucional. Lo sintomático y preocupante es que
en una situación de falta de agua potable, que puede instalarse como habitual
en el futuro, los cientos de personas que se movilizaron fueron conscientemente
aisladas por los medios, incluyendo los progresistas, estableciendo una suerte
de cortafuegos con el amplio sector de la sociedad susceptible de protestar.
RAZONES DE FONDO
El
pragmatismo juega un papel decisivo en la desmovilización, por lo menos en este
caso. Es un pragmatismo diferente al de medio siglo atrás, cuando en los
conflictivos años sesenta el sector mayoritario de la CNT sofrenaba las luchas
para canalizar la energía colectiva hacia el terreno electoral, dirimiendo en
las urnas lo que solo podía transformarse en las calles.
La historia
se repite, como lo enseña el debate en la coalición opositora sobre la
posibilidad de recoger firmas para someter a plebiscito la reforma jubilatoria,
en la que aparece empeñado el PIT-CNT. La ironía es que, ahora, los radicales
de antes pasan a actuar como bomberos del conflicto social. «Cualquier elemento
que distorsione las posibilidades de cambio, que desordene la lucha y fragmente
la unidad necesaria para cambiar las mayorías, puede ser un error
imperdonable», sostiene un documento interno del MPP difundido por El
Observador.
Según esta
visión, compartida por buena parte del FA, no es necesario remover las aguas porque
el desarrollo de la coyuntura devolverá, casi naturalmente, la izquierda al
gobierno. En suma, no hay que hacer olas porque pueden salpicar en direcciones
perjudiciales para la acumulación de votos dentro de un año. Debería aclararse
que la reforma jubilatoria es rechazada por toda la coalición, que, sin
embargo, no podrá modificarla en caso de llegar al gobierno, salvo el
improbable caso de que obtenga mayoría absoluta en el Parlamento.
Más allá
del evidente pragmatismo, lo que aparece ahora es una relación diferente entre
la izquierda y el conflicto social, una mutación progresiva que resulta difícil
fechar. Décadas atrás, por lo menos hasta la aprobación de la ley de caducidad
en 1986, la izquierda apoyaba sin vacilaciones el despliegue de las luchas y
movilizaciones de las organizaciones sociales, en la convicción de que vertían
aguas para su molino. Posiblemente fue en agosto de 1994 cuando se gestó el
viraje: durante el conflicto en el entorno del Hospital Filtro por la
extradición de ciudadanos vascos, los dirigentes del FA acudieron –a
regañadientes– a solidarizarse con la movilización, y percibieron que la
radicalidad de la calle podía quedar fuera de control y hasta volverse en
contra del crecimiento electoral.
ELOGIO DEL CONFLICTO
En realidad,
es una cuestión de orden. Como sugiere Denis Merklen en Brecha (7-VII-23),
podemos estar ante el comienzo de un serio divorcio entre la izquierda
electoral y la izquierda social. En Francia, las manifestaciones contra la
reforma de la seguridad fueron impresionantes, «las más concurridas en muchos
años», y, aunque «no tuvieron efecto político alguno», desgastaron al gobierno
y probablemente engrosaron el caudal electoral de la izquierda. Pero la
rebelión de los barrios populares a raíz del asesinato policial de un joven de
origen argelino, que llegó al extremo del incendio de comisarías, puede
favorecer a la ultraderecha en una sociedad que reclama orden y presencia
policial.
Sin ir tan
lejos, es evidente que el conflicto social, cuando no está controlado por las
instituciones de la izquierda, desde las sindicales hasta las partidarias,
puede tener efectos contraproducentes, según la lectura que se hace desde esas
instancias.
Quedan en
el tintero dos cuestiones decisivas: que el conflicto social tiene la enorme
virtud de visibilizar aquello que la calma societal y los grandes medios
ocultan en la espesura de la cotidianeidad, y que eliminar el conflicto puede
conducirnos hacia la barbarie, porque nos bloquea en el presente, como apunta
el psicoanalista Miguel Benasayag, para quien «el elogio del conflicto, lejos
de celebrar el enfrentamiento, afirma el principio mismo de toda emergencia de
lo nuevo, de toda creación».1
Por eso,
considera que «el elogio del conflicto» equivale al «elogio de la vida». De ahí
puede deducirse, claramente, hacia dónde estamos caminando como sociedad.
1.
Miguel Benasayag y Angélique del Rey, Elogio del
conflicto (vol. 2), 90 Intervenciones, pág. 122.
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