Lo que los investigadores dicen es que el asalto al poder no fue un
accidente, ni una reacción a la breve erupción guerrillera, ni la consecuencia
del mareo «peruanista» que afectó temporalmente –como a muchos otros partidos–
a sectores de la izquierda. Si la dictadura tanto nos cambió, opinan, es porque
hunde sus raíces lejos, porque son profundas, y porque el yuyo, una vez
carpido, sigue teniendo de donde alimentarse.
«Todas las crisis por las que pasamos
generaron cambios políticos o han ido asociadas a cambios políticos. La crisis
de 1982 aceleró la caída de la dictadura. La crisis de 2002 aceleró el triunfo
del Frente Amplio [FA]. Nadie puede dudar que el frenazo en el crecimiento que
se produjo entre 2014 y 2015 fue uno de los elementos que hicieron que el FA
perdiera las elecciones de 2019. Sin embargo, respecto al golpe de Estado de
1973 no puede decirse que haya tenido una causa económica inmediata, pero sí de
algo que venía pasando desde fines de los años cincuenta», sostuvo el titular
del Programa de Historia Económica y Social de la Facultad de Ciencias
Sociales, Luis Bértola, cuando Brecha le preguntó por las
raíces económicas del golpe.
«En el momento en que se produce el
quiebre iban transcurridos 16 años de estancamiento económico», recordó al
semanario el colega de Bértola, del Departamento de Ciencia Política de la
misma casa, Jaime Yaffé. «Más allá de pequeñas variaciones anuales, cuando uno
mira la evolución a largo plazo del PBI ve que el último año de crecimiento
franco había sido 1957. Era el fin de una etapa de crecimiento significativo
iniciada en 1943. Desde el 57 la economía se estancó. No es una recesión»,
precisó, también, Yaffé.
«El problema es que, cuando
transitamos el boom, generamos acuerdos y expectativas que, cuando
viene la crisis, son muy difíciles de mantener», observó Bértola. «El Fondo de
Compensación Ganadera, que se armó durante la bendita posguerra, podía hacer
maravillas con la montaña de plata obtenida a partir de las exportaciones. El
consumidor de Montevideo pagaba la carne barata, el productor vendía el novillo
caro. Los frigoríficos eran subvencionados. A los trabajadores de los
frigoríficos les vendían la carne regalada. Todo el mundo feliz», ejemplificó.
Pero esa fue una bonanza de patas
cortas. «La demanda de nuestros productos en que se basaba [la bonanza] no iba
a ser firme», consignó Bértola. «Los altos precios de la lana, de la carne, del
trigo, del aceite y la semilla de lino, que eran nuestros principales productos
de exportación, obedecían a que Europa, nuestro principal mercado, después de
la guerra, tuvo que recomponer su producción. Debían reconstruir un continente
arrasado por la guerra y eso les llevó unos diez años. Y no solo lo hicieron,
sino que mantuvieron su política proteccionista de toda la vida. El mismo
proteccionismo hacia su producción agraria que todavía hoy sigue obstaculizando
que alcancemos un acuerdo comercial con Europa», explicó.
TIRONEOS Y TIROTEOS
Y entonces el hilo
se cortó por lo más delgado. «Justo hoy estaba repasando esto», comentó Yaffé
mostrando una gráfica sobre la evolución del salario real entre 1957 y 1984
contenida en el capítulo sobre la economía durante la dictadura que escribió
para La dictadura cívico-militar.1 «Mirá, más
allá de las fluctuaciones, cuando trazás una línea media es brutal. Desde 1957
hasta 1973 los salarios perdieron aproximadamente el 45 por ciento de su valor
real. En 1968, cuando dejaron de funcionar los consejos de salarios, ya
habían caído en un 30 por ciento. La inflación se los había comido.»
«Entonces –reflexionó Yaffé– en la
coyuntura previa al golpe había un enorme malestar social. Por un lado, los
sectores vinculados al mundo del trabajo canalizaron esa insatisfacción por el
lado de la rebeldía, la organización y la movilización a través del movimiento
sindical, mientras los hijos lo hacían a través del movimiento estudiantil. Por
otro lado, otros sectores de la población probablemente sintieron
insatisfacción con la capacidad de los políticos tradicionales de resolver
estos problemas. Y esto no llevaba necesariamente a la protesta social. Podía
llevar a confiar en otros actores, como los militares. O podía traducirse en
una desconfianza en la democracia para sacar al país de la crisis.»
Por cierto que durante ese largo
estancamiento hubo intentos de distintos bloques políticos de cambiar la situación.
Cuando, en 1959, llegó al gobierno el Partido Nacional (PN), con una mayoría
herrerorruralista, buscó la solución en una liberalización simbolizada por la
reforma cambiaria y monetaria. Pero las elecciones siguientes les dieron el
predominio a los opositores al herrerorruralismo, dentro del mismo partido, es
decir, a la Unión Blanca Democrática, que promovería el robusto diagnóstico de
la Comisión de Inversiones y Desarrollo Económico, la CIDE, e intentaría
encaminar –sin lograrlo realmente– el programa desarrollista que la propia CIDE
trazó. Y esa línea tendría cierta continuidad al comienzo del gobierno colorado
que presidía Óscar Gestido, cuando el Ministerio de Hacienda estuvo a cargo de
Amílcar Vasconcellos y la recién creada Oficina de Planeamiento y Presupuesto
en manos de Luis Faroppa. Pero eso duró unos pocos meses.
El 9 de octubre de 1967, para
enfrentar la conflictividad sindical, Gestido apeló al mismo mecanismo que los
batllistas habían denunciado hasta el cansancio cuando lo habían aplicado sus
predecesores nacionalistas: las medidas prontas de seguridad. El elenco
desarrollista renunció y el timón volvió a torcerse hacia la derecha. Fallecido
Gestido a fines de ese año, la congelación de precios y salarios decretada por
su sucesor, Jorge Pacheco Areco, logró por un breve período moderar la
inflación. «Lo que pasa es que después vino el período electoral, y entonces se
reproduce una dinámica histórica bien conocida: durante el año electoral hay un
poco de circo y al año siguiente se sabe que viene el ajuste», observó Bértola.
«A mí me gusta decir que fueron años
de tironeos y tiroteos», añadió. Entre tanto, ciertos intelectuales del
empresariado maduraban su propia solución. «Lo ponen en negro sobre blanco en
la Búsqueda dirigida por Ramón Díaz, cuando todavía no era un
tabloide semanal, sino una revistita mensual: “Si para lograr la libertad
económica que nunca hemos tenido hay que sacrificar la libertad política, habrá
que hacerlo”, sostienen», subrayó al semanario el historiador Gerardo Caetano.
CONTIGO O SIN TI
De acuerdo a las interpretaciones
recogidas, seguir la huella que desembocó en el asalto al poder concluido el 27
de junio de 1973 obliga a ir igual de lejos que cuando se persiguen sus raíces
económicas. «No quiere decir que todo estuviera libretado desde 1959, pero
entonces el país incorporó las lógicas de la Guerra Fría. Y el 59 es un buen
punto de inicio porque, además, el cambio de gobierno implicó un cambio
importante en la interna de las Fuerzas Armadas. Desde hacía mucho tiempo el PN
traía en su programa “no escrito” el propósito de “blanquearlas”. Y esas
pretensiones terminaron dándoles peso en ellas a sectores ubicados bastante más
a la derecha de los que entonces predominaban», comenzó diciendo Yaffé, el
miércoles pasado, en el coloquio sobre el golpe que se realizó en la sala
Maggiolo de la Universidad de la República.
En su concepto, el siguiente mojón de
este camino está en 1964, el año del golpe en Brasil, porque es aquel en que la
hipótesis de un golpe en Uruguay «sale de las bambalinas del mundillo político
y aparece en el espacio público, a manejarse en la prensa». La marca siguiente
sería la de 1968, cuando el régimen político uruguayo «se empieza a parecer
cada vez menos a uno democrático y cada vez más a uno autoritario, con un uso
abusivo de las normas constitucionales para producir situaciones que lesionan
la institucionalidad democrática», señaló Yaffé, aludiendo a que prácticamente
toda la administración de Pacheco transcurrió bajo medidas prontas de seguridad.
Luego «un proceso de erosión democrática conducido por la elite política
gobernante» terminó en el golpe.
La intervención inmediata a la de
Yaffé fue la de Caetano, quien manifestó algún matiz, dirigido a señalar la
temprana constitución de un «partido militar» que bien pronto, también, formuló
un programa golpista. Habría dos fechas a incorporar, entonces: la del 25 de
agosto de 1965, fundación de la logia militar Tenientes de Artigas, encabezada
por el herrerista Mario Aguerrondo, «uno de los mentores más importantes de la
dictadura, candidato presidencial de la minoría herrerista del PN en 1971, que
en 1972 se retira de la política partidaria para pasar a presidir el Centro
Militar y cuya muerte, en 1977, motivó un verdadero funeral de Estado».
«Era el mentor, un hombre de ideas
filofascistas, el general que los blancos pusieron a cargo de la región militar
más importante, la N.° 1, aquel cuyo nombre se vinculaba a todas las intentonas
golpistas de las que se hablaba, el tipo con quien confrontaba el general Liber
Seregni y a quien Gestido supo sustituir inmediatamente al asumir, poniendo
justamente a Seregni en su lugar. En 1977, todos los generales quisieron cargar
su cajón, todos», había enfatizado Caetano el día anterior, durante su
encuentro con Brecha.
El segundo momento que el historiador
quiso subrayar fue diciembre de 1970, cuando ascendió al generalato
Gregorio Goyo Álvarez presentando una tesis que es
–precisamente– el golpe. «Fijate en el simbolismo: el Goyo pasó a ser entonces
quien había llegado más joven al generalato. Hasta entonces ese blasón lo tenía
Seregni, que se lo había arrebatado justamente a Gestido», comentó Caetano
entonces. Y siendo el más joven, fue sin embargo el director del Estado Mayor
Conjunto, añadió. «Pero además, ya entonces hace rato que las Fuerzas Armadas
habían desbordado sus límites y practicaban la tortura, como lo demostró la
comisión parlamentaria sobre la materia que presentó sus conclusiones a
mediados de ese año.»
La pendiente hacia el 27 de junio,
advirtió también Caetano, tampoco debería dejar de registrar los hitos que
señalaron las definiciones de los sectores que confluyeron con los militares en
la «coalición golpista», asunto de la primera mesa del coloquio. De julio de
1968 es, por ejemplo, la carta pública que la filial uruguaya de la
organización integrista católica Tradición, Familia y Propiedad dirigió al papa
Paulo VI, quien visitaría América Latina al mes siguiente. En ella manifestaba
«el clamor de angustia que les nace en el alma al ver que el peligro comunista
crece en nuestro país, y que a ese crecimiento no son ajenos apoyos e
influencias procedentes del campo católico».
Dentro de la coalición golpista,
junto a esa derecha católica que contraatacaba tras el desplazamiento de que
había sido objeto por efecto de la militancia progresista de la feligresía, los
historiadores mencionaron redes intelectuales vinculadas a la educación, a los
medios de comunicación, a las redes paramilitares y parapoliciales y, por
supuesto, a sectores políticos como el pachequismo o el sector herrerista
que siguió a Aguerrondo y a Martín Etchegoyen. La polémica emergió al hablar
del empresariado.
Yaffé había subrayado que las cámaras
empresariales no habían hecho ninguna manifestación clara respecto al golpe.
Caetano insistió en que no siempre las cámaras expresan de manera transparente
al empresariado. La historiadora Magdalena Broquetas bajó el tema a tierra al
referirse a un personaje concreto, Juan José Gari: «El 27 de junio se escuchó a
dos senadores, Carlos Julio Pereira [del Movimiento Nacional de Rocha, PN] y
Enrique Rodríguez [Partido Comunista], que señalaron a Gari como padre putativo
del golpe. Creo que Gari, ruralista de la primera hora, latifundista,
empresario industrial y banquero, fue más bien el padre putativo de Juan María
Bordaberry, su mentor político, su principal consejero, como lo había sido de
Benito Nardone. Financiaba en buena medida a la Juventud Uruguaya de Pie y,
como decía la izquierda, tenía muchos vínculos con “la rosca”. Los militares no
lo querían, lo asociaban a los ilícitos. Pero era el capital financiero»,
explicó.
Yaffé, por su parte, puso sobre la
mesa un sector que no se deja definir como socio de aquella coalición, pero
cuyo «consentimiento pasivo» es necesario presumir. Lo hizo volcando algunos
datos provenientes de una encuesta que Gallup hizo entre la población uruguaya
pocas semanas antes del quiebre, en mayo de 1973, y que no había sido publicada
hasta que Ignacio Zuasnábar, director de Equipos Consultores, la consiguió y
reprodujo en su libro Treinta años de opinión pública.2
«Los resultados son impresionantes si
suponemos que sean válidos, al menos aproximadamente», advirtió el
investigador, y glosó: «Cuando se le pregunta a la gente si las acusaciones que
los militares les hacían a los políticos eran ciertas o exageradas, acusaciones
que eran básicamente de corrupción, el 52 por ciento de los encuestados
contesta que son ciertas y solo el 27 que son exageradas. Cuando la pregunta
es: “¿Usted está de acuerdo con que los legisladores no se preocupan por el
bienestar del pueblo?”, el 60 por ciento dice que está de acuerdo. “¿Usted está
de acuerdo con que los parlamentarios gozan de grandes privilegios que son
verdaderos abusos?” es otra. El 70 por ciento está de acuerdo. Y vean esto. La
pregunta es: “¿Quiénes son más respetuosos de la Constitución y las leyes?” El
44 por ciento dice que los militares y apenas el 23 que son los políticos».
Y a esta altura el lector habrá
apreciado que, entre los historiadores, la discusión sobre el asalto al poder
no se centra en los meses que precedieron al 27 de junio, como sí ha sido
frecuente en las versiones periodísticas. «Es que es una ilusión pensar que el
Ejército uruguayo estaba jugando a las cartas en los cuarteles cuando, en
setiembre de 1971, Pacheco los puso a cargo del combate a la guerrilla. Si el
año pasado Cabildo Abierto habló tanto de abril de 1972 fue para distorsionar
la historia de la misma manera. Se trata de hacer creer que las Fuerzas Armadas
intervinieron fundamentalmente porque, a partir de determinadas acciones de la
guerrilla, el poder político las convocó. Y eso no es verdad. Ahí están las
torturas probadas ya en 1970 o la tesis del Goyo, del mismo año. La orientación
golpista ya estaba», señalaba Caetano a Brecha.
Esto no quiere decir que los
investigadores se salteen el análisis de los cambios de temperatura que
signaron los meses inmediatamente anteriores al golpe. El miércoles en la
Maggiolo quien puso la lupa sobre eso fue Broquetas, que –sin minimizar la
relevancia del tan comentado febrero de 1973– hizo dos señalamientos que parece
conveniente consignar.
«A mi juicio –sostuvo Broquetas– el
de febrero es un segundo momento, pero yo creo que hay que recuperar la
centralidad de octubre de 1972. En ese momento las Fuerzas Armadas desconocen
la orden del ministro de Defensa, la orden del Poder Ejecutivo, de liberar a
cuatro detenidos que estaban a disposición de la justicia militar, cuatro
médicos, que habían sido muy torturados. Hay una primera insubordinación clara,
al punto que genera una crisis institucional que termina con la renuncia del
ministro de Defensa, el pasaje a retiro del comandante en jefe del Ejército y
una crisis ministerial. Y además, es a partir de entonces que empiezan a
discutirse las salidas de las que volverá a hablarse en febrero, como remover a
Bordaberry o llamar a elecciones anticipadas.»
¿Y qué pasó en junio? ¿Por qué el
golpe no fue en octubre del 72 ni en febrero del 73? «En junio la derecha
política está más dividida que nunca. Bordaberry ya no cuenta con el
Parlamento. Finalmente se le caen los apoyos de la 15 y de la minoría
herrerista. Si tuviera que decir algo provocativo para la conversación, como
hipótesis, se podría decir que si [este golpe en cámara lenta] se prolongó
tanto, fue porque la mayoría legislativa lo permitió. Cuando el apoyo a
Bordaberry comenzó a resquebrajarse la avanzada golpista fue inmediata»,
propuso la historiadora.
EXTERMINISTAS
La tapa del 28 de mayo de 1943 del
semanario Marcha fue una fotografía tomada desde la panza de
un bombardero aliado. Mostraba las bombas cayendo sobre el territorio alemán,
sobre esa gente. El largo epígrafe no lamentaba nada: historiaba los bombardeos
nazis para concluir en lo que también era el título principal de aquella
edición: «El que a hierro mata, a hierro muere».
«Es que la forma en que se pensaba la
violencia en los años cuarenta, cincuenta, sesenta era muy diferente a como la
pensamos hoy, y nos cuesta entenderlo», advertía a Brecha el
historiador Aldo Marchesi la mañana del martes.
«El discurso de la Guerra Fría –insistió
Marchesi– significaba que había actores que tenían que estar por fuera de la
política: el comunismo, el marxismo. Eso implicaba eliminar a determinados
sectores. Los documentos de los organismos de inteligencia revelan desde muy
temprano esa idea de que el otro no tiene derecho a existir», señaló el
historiador.
Y lo que había que borrar de la faz
de la tierra iba bastante más allá de las organizaciones guerrilleras. «Si se
leen los libros de la dictadura como Testimonio de una nación agredida o La
subversión queda muy claro que los tipos tienen una visión del mundo,
un proyecto de nuevo Estado que excedía en mucho una operación quirúrgica
contra las guerrillas. Su concepción del enemigo ya es gramsciana. Identifican
a todos los actores que promovieron la crítica y van por ellos. Van mucho más
lejos que la dictadura brasileña. Destruyen, por ejemplo, el Instituto de
Matemáticas de la Facultad de Ingeniería.»
En medio de la crisis la violencia
también fue «un camino de certezas» para las izquierdas, considera Marchesi.
Pero incidió en un segmento breve de la larga marcha hacia el golpe, se recordó
en el coloquio. En aquella senda iniciada a más tardar en el 65, toda la
documentación ratifica que las guerrillas pesaron solo desde fines del 68 y
hasta setiembre del 72. La violencia estatal no se detuvo ni por asomo
entonces, se profundizó.
La Operación Morgan, iniciada tres
años después, fue tal vez su expresión más arrasadora, mientras los terroristas
paraestatales, «licenciados» por la dictadura, se entretenían en congresos
llamados anticomunistas, pero que Broquetas en el coloquio calificó
de exterministas. «Hoy ya no se habla de esto, de la violencia estatal
que supone cualquier proyecto, de la contestación violenta tampoco. La
discusión fue simplemente cancelada», objetaba Marchesi el martes. Y esto
sucede cuando, desde otras orillas, el monopolio de la capacidad coercitiva
pretendido por el Estado vuelve a ser radicalmente cuestionado y, como Bértola
señalaba, las expectativas de estancamiento económico se hacen, desde 2014 y
2015, lamentablemente firmes.
1. Montevideo, Ediciones de la Banda
Oriental, EBO, 2009.
2. Montevideo, Fundación Konrad Adenauer, 2018.
Tomado de Brecha numero 1961. Autor: Salvador Neves, publicado el 23 de junio de 2023. Titulo original: El camino al golpe de estado. Mucho antes de febrero.
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