La
modificación del régimen de causales, aportes y prestaciones jubilatorias –¿en
que quedó la prometida y (por otras razones a las expuestas por el gobierno)
necesaria reforma del sistema de seguridad social uruguayo?– se anuncia como
una de las últimas grandes batallas políticas de este período de gobierno. La
última, probablemente, sea la rendición de cuentas que se presentará el próximo
año, habida cuenta de que el siguiente es electoral y en esas circunstancias es
poco lo que pasa.
Las grandes
batallas suelen concernir a los reyes, a los ministros, a los generales, pero,
aunque con menos prensa, también a los simples soldados de a pie, que son
siempre los que menos ganan y los que más pierden: en este caso, esos soldados
son las ciudadanas y los ciudadanos. Por eso es justo y necesario –aunque no
siempre suceda– que ellos participen en su dilucidación, de alguna forma más
que como víctimas.
Es en ese
carácter que, al haber pasado por las etapas de contribuyente a las arcas
fiscales y a más de un instituto jubilatorio durante la mayor parte de mi vida,
y ahora, desde hace unos años, de perceptor, me atrevo a establecer aquí mi
punto de vista sin ninguna credencial de experto en el tema, sino solamente
como posible beneficiado o damnificado.
Dejemos de
lado la discusión sobre el sistema previsional, porque eso, que es lo que
debería estar en juego, no lo está con el proyecto del gobierno, que, como bien
se ha dicho, solo se preocupa de cómo se financian las prestaciones
jubilatorias y cuánto de ellas queda cubierto por los aportes que se hacen.
Pero, en realidad, ni siguiera eso: de lo que realmente se preocupa es de
cuánto queda cubierto por los aportes de los propios «beneficiarios» (las
comillas porque muchas veces el beneficio no parece tal).
El objetivo
declarado de la reforma emprendida por el gobierno, amparado en su, por ahora,
inamovible mayoría parlamentaria –la misma que usufructuó en la comisión de
expertos que discutió el tema y pergeñó la propuesta–,2 según el «Compromiso
por el país», de la coalición multicolor, era «iniciar un proceso [de] reforma
de la seguridad social con sólida base técnica y amplio apoyo político [para]
lograr un sistema previsional moderno, financieramente sostenible y menos
dependiente de los tiempos políticos, que vele especialmente por los pasivos
con mayores niveles de vulnerabilidad».
De este
«compromiso de campaña», lo de los pasivos vulnerables quedó para otra
oportunidad (la reforma no contiene disposiciones al respecto); lo del amplio
apoyo político también (la mitad del país está en desacuerdo); la modernidad es
discutible; la independencia de los tiempos políticos se sustenta en
comprometer decisiones por varias de las décadas siguientes, y tampoco está
claro que la propuesta asegure la sostenibilidad financiera, sino solo reducir
los aportes de Rentas Generales, aumentando los de los trabajadores, que se
prolongan varios años más, y achicando las prestaciones a los pasivos, que se
reducen en varios años.
Que la
preocupación central no es el equilibrio económico-financiero del sistema lo
prueban, claramente, que no haya ningún recurso nuevo para solventarlo, a no
ser los aportes por hasta cinco años más de los trabajadores, que la aplicación
de la reforma se difiera largamente en el tiempo para no causar terremotos
electorales y que, incluso, el gobierno esté dispuesto a reducir ingresos
tributarios, como el IASS (impuesto de asistencia a la seguridad social) y el
IRPF (impuesto a la renta de las personas físicas) a los mayores contribuyentes
(los menores ya están exonerados), lo que agravaría la situación si se tratara
de equilibrar ingresos y egresos.
Pero la
preocupación no está ahí: no se trata de que no haya recursos para compensar
que las uruguayas y los uruguayos ahora viven más (lo que debería celebrarse),
sino de que la filosofía del gobierno es que el costo de las jubilaciones lo
deben pagar los trabajadores activos y jubilados, y no el conjunto de la
sociedad, y mucho menos los malla oro, que seguimos esperando que se pongan a
tirar al frente del pelotón y dejen de chupar rueda y sangre de los demás
mortales.
Esto se
asocia con la idea de déficit que tiene el gobierno respecto de la seguridad
social: es déficit todo lo que no salga del bolsillo de los propios
trabajadores, con lo cual el sistema de seguridad social, base del añorado
Estado de bienestar, se transforma solo en un mecanismo de ahorro forzoso; más
que forzoso, porque ni siquiera existe el derecho de poner el dinero donde se
quiera y retirarlo cuando se quiera o se necesite.
Es la misma
nefasta filosofía que niega al papel del Estado como redistribuidor de la
riqueza social y que algún día descubrirá que, por ejemplo, también el sistema
de salud, la educación pública y el subsidio a la vivienda son deficitarios, y
los suprimirá o reducirá a su mínima expresión para permitir que quede más para
los malla oro.
Con este panorama, oponerse a este proyecto regresivo, punta de iceberg de otros futuros, es casi una obligación filosófica que debemos asumir como sociedad, con los recursos que la Constitución escrita por los malla oro nos deje. Y también reclamar que debemos decidirlo entre todas y todos, para lo que tiene que ser posible presentar alternativas y que podamos elegir entre esas alternativas.
Eso, aquí y ahora, solo es posible mediante una reforma constitucional. El pueblo uruguayo tiene ya bastante experiencia en estas cosas, incluso vinculada con este mismo tema y con otros que pueden considerarse análogos: la reforma plebiscitada en 1989, que dispuso que los ajustes de las jubilaciones y las pensiones deben seguir la variación del índice medio de salarios; la de 2004, que estableció la obligatoriedad de que los servicios públicos de saneamiento y abastecimiento de agua potable sean prestados exclusiva y directamente por el Estado, y otras. Si es necesario, habrá que recorrer otra vez ese camino.
El Frente
Amplio acaba de decidir, en su Plenario Nacional, rechazar la reforma
propuesta, y la postura elegida es votar en contra el proyecto en general y no
votar «ningún artículo cuya aprobación redunde en una limitación, supresión o
retroceso, actual o futuro, de algún derecho vigente para los colectivos y las
personas vinculadas a la seguridad social, con excepción de los referidos a las
situaciones de privilegio, por ejemplo, la caja militar», lo que quiere decir
que votará otros que no tengan ese efecto. Será muy difícil encontrarlos y, en
todo caso, el beneficio de tal acompañamiento puede ser pírrico y servirá en
cambio para confundir a la gente, lo que este gobierno hace de maravilla. ¿Se
volverá a incurrir en el mismo error cometido con la Ley de Urgente
Consideración, en aras de demostrar buena voluntad?
1.
Parafraseando al expresidente estadounidense Bill Clinton (o a su jefe de
campaña de 1992, James Carville, el que le pasaba las pistas), que adoptó la
muletilla: «La economía, estúpido», para poner en evidencia la incomprensión
que tenía su contendiente, el entonces presidente, George Bush (padre: después
vendría el hijo, que entendía menos todavía), sobre el por qué sucedían las
cosas.
2. Ya que
estamos con las paráfrasis, el expresidente Dr. Luis Alberto Lacalle de Herrera
dijo hace tres décadas, con referencia a los sueldos de los empleados públicos
y su productividad: «Ellos hacen como que trabajan y yo hago como que les pago»
(cita, entre otras, del semanario Búsqueda, 20-X-22). Su hijo, hoy presidente,
parece haberle dado al ingenioso e impúdico comentario otro giro, referido a su
relación con la oposición y la sociedad civil: del estilo ellos hacen como que
pueden opinar y yo hago como que participan.
EXTRAIDO DE
BRECHA N° 1932. TITULO ORIGINAL: “¡ES LA SEGURIDAD SOCIAL, ESTÚPIDOS! Una
reforma depredatoria”. Autor: Benjamin Nahoum, 2 de diciembre, 2022
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