Si la producción, el consumo y el paso mensurable del tiempo dominan
nuestras vidas es porque están íntimamente relacionados con la explotación. Y,
como dice el filósofo surcoreano Byung-Chul Han respecto de nuestra
autoexplotación: somos seres que debemos rendir cuentas de cuánto producimos en
un tiempo determinado, pero esa cuenta hoy la presentamos ante nosotros mismos,
ante nuestra conciencia. Es que sabemos (mucho mejor que cualquier capataz,
gerente o patrón) cuánto hemos rendido y si lo hemos hecho bien o no. Para ser
más eficiente o para corregir los errores que frenan la productividad
necesitamos dos cosas insustituibles: conocimiento productivo y tiempo
productivo. Tiempo que nos acostumbramos a medir, a administrar
obsesivamente hasta hacernos particularmente sensibles a su escurrimiento.
En breves hiatos de lo que realmente «tenemos que hacer», escenificamos
el tiempo inconmensurable que ya casi no tenemos, pero que sabemos que consta,
esencialmente, de amor y amistad. Por eso la foto no es absolutamente falsa: expresa
el deseo de una buena vida a la vez que su imposibilidad. Acostumbrados a medir
el tiempo, sabemos que ninguno de esos momentos se compara en extensión con el
de nuestra productividad. Nos vemos trabajando a horario completo (aun cuando
descansamos) en busca de alguna hora en la que experimentemos de forma real y
palpable que nos hemos liberado del trabajo: como tal cosa es imposible, lo
escenificamos, ponemos el cuerpo y toda materia a disposición para cumplir ese
deseo.
Marx dijo en Manuscritos económicos y filosóficos, de
1844, que el trabajo asalariado hacía que el momento de mayor creatividad –el
momento del trabajo– fuera vivido por los seres humanos como si fueran animales
y el descanso –cuando no sería necesario desplegar tales potencialidades– se
había vuelto el momento en el que expresar, infructuosamente, su esencia
humana. Sin embargo, el capital ha logrado atrapar la creatividad humana e
incluso buena parte de nuestra natural disposición política (con el coaching y
toda esa mierda) y ponerlas a trabajar. La alienación continúa sin cambios
frente al producto, pero algo se ha venido modificando con respecto al trabajo
mismo: hay una diferencia importante desde el momento en que el compromiso por
aumentar el lucro, ser eficiente y creativo es asumido como
imperativo moral por los propios trabajadores. Tan obsoletos resultan hoy –en
las organizaciones empresariales de nuevo tipo– la represión empresarial y el
panóptico que buena parte del trabajo creativo se realiza durante el almuerzo o
en el inodoro, a instancias del propio trabajador. En realidad estamos ante una
alienación aún mayor: el trabajador, como Fausto, ha vendido su alma al diablo
no para lograr conocimiento ilimitado, sino todo lo contrario: para
desconocerse a sí mismo creyéndose un capitalista.
La condición material de trabajo socializado ha sido sustituida por la
condición –no menos material– de individuos que compiten entre sí en el medio
laboral. El empresariado ha reinventado el término colaboración (trabajo
en equipo, etcétera) para reafirmar la condición individual del trabajo. A
fin de cuentas, según esa perspectiva, ya no debería hablarse de trabajadores en
general, sino de cada trabajador individualizado, tratado y evaluado
constantemente con el fin de borrar sus semejanzas y poner en competencia sus
diferencias. Con la agencia de diversos organismos internacionales, el
empresariado ha logrado también trasladar literalmente esos objetivos a la
educación (donde dice trabajadores debe decir educandos).
Todo esto penetra en nuestras subjetividades con suficiente fuerza como para
concebirnos «empresarios» de nuestras propias vidas a tiempo completo.
Tal como lo vio Marx, los nuevos trabajadores asumen como propia la
ideología dominante, pero con un agravante: están, en buena medida, impedidos
de verse a sí mismos como «clase en sí» (condición necesaria para verse como
«clase para sí»). La subjetividad de los trabajadores, asumiéndose
capitalistas, se «realiza» en la empresa como si fuera propia (siempre me
imagino la maligna sonrisa de los verdaderos capitalistas ante el afán
empresarial de sus pobres empleados). O, lo que es aún peor, inician pequeños
nuevos «emprendimientos», la mayor parte de las veces extenuantes y
depredadores de tiempo, explorando nuevos nichos de ganancia: trabajo gratis
para los capitalistas monopólicos, que finalmente terminan apropiándose de las
pocas exploraciones de éxito.
Podríamos pensar que todo lo dicho pinta mejor a las sociedades
«desarrolladas» que a las nuestras. Sin embargo, a nuestros progresismos les
está costando demasiado imaginar otros horizontes. Creen que «el desarrollo»
(siempre uno y el mismo) es una «etapa necesaria» y, por lo tanto, promocionan,
igual que las derechas, el conocimiento productivo y el tiempo productivo como
pilares de la organización social cuando, en realidad, son los pilares del
capital. Unos y otros (más allá de sus intenciones) alimentan la misma máquina
de alienación sobre nuestras condiciones de vida y la actual (y en curso)
aniquilación de la vida sobre el planeta.
Pero ninguna máquina funciona sin resistencias, desgastes u
obsolescencias. En primer lugar, porque el salario (en general) nunca alcanza
el nivel que merecerían quienes tan abnegadamente se preocupan por el futuro de
su empresa; de hacerlo, los capitalistas no obtendrían las enormes ganancias
que obtienen. En segundo lugar, porque buena parte del trabajo de la periferia
del mundo se realiza en condiciones que aún favorecen la conciencia social del
trabajo por sobre su individuación. Pero también, porque todos sabemos que
otra vida es posible y en forma de resquicios, de interrupciones o de deseos
insatisfechos se nos cuela ofreciéndose, como duda, como posible, pero también
como ira y rebelión.
Toda forma de organización social llega a su fin cuando la conciencia de
la infelicidad colectiva crece más allá de lo soportable. No creo que falte
mucho para que eso ocurra con el capitalismo. Vendrá entonces, esperemos, el
tiempo en que los trabajadores saquen la foto de sus vidas realmente vividas y
no las que simulen felicidad para ocultar tanta infelicidad. Vendrá también,
como quiso Marx –si es que la Tierra aún nos da tiempo–, el momento de hacer
del trabajo una parte más de la vida buena.
EXTRAIDO DE BRECHA N° 1915.
TITULO ORIGINAL: “Fotos, tiempos y trabajo” Autor: Jose
Stagnaro, 5 de agosto, 2022
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