Claudia
Cesaroni, abogada, escritora y activista argentina, ha escrito un elocuente
alegato contra el punitivismo.1 En un libro que aborda la
realidad del vecino país, arremete, con gran solvencia narrativa, contra un
conjunto arraigado de lugares comunes que sostienen la perspectiva dominante en
materia de política criminal y seguridad. Según su perspectiva, el punitivismo
es una posición política que supone que la aplicación de más castigo y
represión implica una mayor eficacia disuasiva. Apoyada en la tradición de la
criminología crítica, el abolicionismo e, incluso, el realismo de izquierda,
trabaja dos ideas principales: la pena ha fracasado como dispositivo de control
(sobre todo en nuestros contextos, de fuerte descreencia de la ley) y la
ejecución del castigo supone toda clase de sufrimiento, en particular para los
sectores sociales más precarizados. El punitivismo no sirve, no repara y,
además, causa un daño incalculable.
Esta postura, que se
ancla en el aporte de importantes referentes –Michel Foucault, Massimo
Pavarini, Raúl Zaffaroni son los más mencionados–, se reactualiza en el
contexto de urgencia de los últimos años. En primer lugar, vivimos en un tiempo
de micropunitivismos que se imponen para una amplia diversidad de situaciones,
ya que la vida social está gobernada por la idea de que todo puede ser un
delito y de que los conflictos deben dirimirse con penas. En segundo lugar,
tanto los gobiernos progresistas como los de derecha han sido consecuentes a la
hora de implementar reformas penales y penitenciarias regresivas. Con gran
sentido didáctico y con la intención de llegar a un público amplio (politizado
pero un poco desnorteado en estos asuntos), Cesaroni desarrolla un planteo
sistemático, coherente y valiente. Vale la pena detenerse en algunas zonas de
su argumentación.
Lo primero que aborda es
el proceso de construcción de la demanda de seguridad que pretende revertir la
desprotección de nuestras vidas y propiedades ante personas o grupos sociales
visualizados como peligrosos. Gracias a la labor constante de las maquinarias
políticas y mediáticas, el delito queda asociado con la pobreza y los jóvenes.
La consolidación del miedo se traslada al plano de las decisiones políticas,
que terminan expandiendo el aparato policial, los dispositivos de encierro y
las reformas legislativas punitivas. Aun bajo los gobiernos progresistas,
siempre temerosos de ser tildados de garantistas o prodelincuentes, el Estado
penal avanza. El resultado inevitable es la ampliación del radio de acción de
las diversas formas de violencia estatal. La vida en los márgenes se llena de
hostigamiento, agresión verbal y física, allanamientos brutales e, incluso,
muertes.
En paralelo, muchas
veces gracias al poder performativo de víctimas emblemáticas, la necesidad de
seguridad se solventa a través de la intensificación del castigo. El
punitivismo cae en una trampa: promete castigar a una persona por lo que no
logra prevenir o evitar que hagan 100. Esta deriva punitiva, que no conoce
fronteras partidarias o temáticas, ha aterrizado con fuerza en los debates
sobre la violencia hacia las mujeres. Cesaroni analiza con consistencia las
restricciones de las políticas criminales desarrolladas en los últimos años
para contener este tipo de violencia. También aquí las promesas del relato
punitivo han calado hondo, al punto de haber entablado una discusión frontal
con el «feminismo punitivista» o «carcelario». Según Cesaroni, el punitivismo
llega tarde y mal, e impide trabajar en los conflictos apenas nacen. El ruido
por codificar los hechos y la demanda de castigo obstaculiza pensar a fondo los
problemas, y esas urgencias vuelven aún más arbitrario, selectivo y machista el
sistema penal.
El punitivismo también
legitima la venganza privada. Con base en la nefasta distinción entre
ciudadanos y delincuentes, hemos asistido a una infinidad de hechos que no
pueden tipificarse ni como justicia por mano propia ni como legítima defensa,
sino, muchas veces, como homicidios calificados por ensañamiento y alevosía. La
visión punitiva permite que los buenos vecinos se transformen en lo peor, al
punto de que si las personas son culpables se merecen esa reacción vindicativa
(aquí, en Uruguay, el propio gobierno ha querido minimizar los abusos
policiales aduciendo que los denunciantes son sujetos con antecedentes
penales). En no pocas oportunidades, esta justificación habilita la utilización
de la tortura tanto dentro como fuera de las cárceles. Al fin y al cabo, se
trata de hacer sufrir a quien se considera que se lo merece. El castigo se
consolida dentro del sistema, pero también fuera de él.
Otra forma habitual de
expandir el punitivismo es la prisión preventiva, la restricción de las
excarcelaciones y la destrucción del sistema de ejecución penal. Aquí y allá,
lo de siempre: cárceles como depósitos, política criminal selectiva y dejar
actuar a la Policía. Las personas privadas de libertad son inhabilitadas, el
encierro obtura las vidas, se mantiene activo el sentimiento de venganza y el
sufrimiento no solo atrapa a quien cometió un delito, sino también a su familia
y a su entorno (en particular, a las mujeres que sostienen los cuidados). En
esta nueva ofensiva hay un modelo de ejecución de penas que se desarma, y con
él sus principios fundamentales: el de la reinserción social, el de la
progresividad y el de la individualización de la pena. En los últimos años,
hemos asistido a reformas regresivas, sin ninguna clase de evaluación, pensadas
para categorías enteras de personas, especialmente para quienes cometen delitos
contra la propiedad o comercializan drogas.
El diagnóstico de
Cesaroni se acompaña siempre de la reafirmación de dos cuestiones normativas fundamentales:
en primer lugar, aun quienes cometieron los delitos más graves deben tener la
oportunidad de cambiar y, en segundo lugar, la dignidad humana no se puede
perder en una condena, asunto que hay que sostener incluso para los casos más
reprochables y ofensivos. El último ejemplo de desarrollo del punitivismo es la
llamada guerra contra las drogas. El paradigma prohibicionista solo
ha incrementado la persecución, el encarcelamiento, la estigmatización y el
hostigamiento de los eslabones más débiles de la cadena. Este proyecto
político-institucional ha creado un mundo de complejidades y complicidades, de
violencias que nunca acaban y de mercados ilegales que muchas veces terminan
regulados por los propios aparatos policiales. Tal vez esto último ha resultado
más evidente en Argentina que en Uruguay, pero en ambos casos hemos asistido a
una profunda reconfiguración de muchos barrios de las clases populares. La
acción punitiva ha sido intensa en este aspecto, tanto como su incapacidad de
reflexionar sobre su limitado éxito más allá de los cientos de operativos y
sobre sus consecuencias adversas.
No faltarán voces que le
señalen al planteo de Cesaroni la ausencia de algunos temas relevantes, como el
problema de las armas de fuego, y más detalles analíticos sobre las prácticas
concretas de las instituciones del sistema penal. Habrá quien observe que solo
se tematiza el sufrimiento que impone el castigo, soslayando el daño real que
produce el delito. Otros dirán que el diagnóstico no puede ser completo si solo
se reconoce el alcance del punitivismo, sin valorar concepciones, filosofías y
puntos de resistencia. Al fin y al cabo, si la crítica a las posturas centradas
en el castigo es tan demoledora y persuasiva, ¿por qué ese proyecto político
recibe tantas adhesiones?, ¿por qué las corrientes antipunitivistas no logran
un mayor calado político?
El punitivismo es una
poderosa fuerza sociopolítica, hegemónica, legitimada en la ilusión, el miedo,
el sentido común, la venganza. Por eso no necesita ni evidencias ni argumentos
sofisticados para reproducirse. Se expande a través de su propio impulso. Y,
por la misma razón, las corrientes que lo enfrentan tienen tantas dificultades
para sostenerse. En este contexto, no faltan académicos que se solazan con esa
asimetría, acorralando a las corrientes críticas por su falta de compromiso con
la evidencia y la cientificidad, pero sin confrontar jamás con las ideas y las
instituciones que conforman la realidad tal cual se impone.
Aun así, la perspectiva
antipunitivista tiene desafíos de gran magnitud. El primero, el de ser capaz de
pluralizar asuntos y enfoques, promover investigaciones, desarrollar datos,
producir interpretaciones densas y procurar entender –en cada contexto– por
qué, para qué y cómo se castiga. Y esa ambición de conocimiento no puede estar
divorciada del ideal normativo de mitigar la carga de sufrimiento y
deshumanización que supone el programa punitivista. Es posible que en este
ámbito se identifiquen avances y logros (de nuevo, más evidentes en Argentina
que en Uruguay), de modo que el alegato de Cesaroni pueda complementarse con
otras líneas de estudio y reflexión que han puesto la mirada en los discursos,
las representaciones, las prácticas institucionales y las dinámicas
microsociológicas que estructuran los distintos campos. El segundo desafío es
la traducción política del antipunitivismo. El panorama aquí es menos alentador
que en el punto anterior. Los proyectos progresistas casi han abandonado esa
tarea, aunque todavía se escuchan algunas referencias o fragmentos de
antipunitivismo, sobre todo cuando esas fuerzas políticas están en la
oposición. Es más fácil ver en la derecha lo que no se quiere identificar en
sí. No se exagera si se señala que en este punto casi hay que volver a empezar
y cimentar una nueva estrategia contrahegemónica. En este escenario, el libro
de Cesaroni adquiere un inestimable valor político.
1. Claudia Cesaroni (2021). Contra el punitivismo. Una crítica a
las recetas de la mano dura. Buenos Aires: Paidós.
Autor Rafael Paternain, 8 abril, 2022. Brecha 1898.
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