El crimen organizado de las drogas
ilegalizadas es una de las principales amenazas a las repúblicas democráticas y
a la convivencia pacífica de las sociedades latinoamericanas del siglo XXI. La
afirmación no es desmesurada. Vasta evidencia demuestra que este fenómeno
criminal compra voluntades políticas, judiciales, empresariales y de las
fuerzas de seguridad públicas, y que no excepcionalmente estos mismos actores
integran las organizaciones criminales. El crimen organizado global fue
responsable del 22 por ciento de los homicidios del mundo y del 50 por ciento
de los homicidios ocurridos en América Latina en 2021.1 Es
causa de miles de desaparecidos y de desplazamientos forzados, así como del
florecimiento de otras empresas criminales. Esto es solo un fragmento de los
daños y los dolores que produce.
En su extensa división del trabajo,
el crimen organizado de las drogas ilegalizadas cubre un repertorio extenso de
actividades delictivas de poderosos y de cuello blanco, así como delitos de
débiles y de cuello azul. Mientras los primeros protegen el capital y se
protegen a sí mismos, los segundos están desprotegidos creyendo no estarlo,
defendiendo con su cuerpo lo que no les pertenece. Unos se disocian de la
sangre derramada en el negocio criminal que colaboran a generar y disfrutan de
las ganancias ilegales. Los otros tienen vidas breves, se exponen directamente
al crimen y están dominados por la aspiración a emular el éxito del poderoso y
su épica.
La potencia del crimen organizado no
radica tanto en su capacidad de compra y ejercicio de la violencia y la
crueldad, sino en lo que significa el mercado que integra. El mercado de las
drogas ilegalizadas es la articulación de miles y miles de poderosos y débiles
en redes rizomáticas y de subordinación, tejidas en el tiempo y el espacio
internacional sobre los hombros de las ganancias de la prohibición de
sustancias mercantilizadas ofertadas e intensamente demandadas. Es allí donde
están la potencia estructural del fenómeno criminal y, por lo tanto, los
problemas y las soluciones.
Como instituciones modernas que son,
la Policía, la Justicia y la cárcel atienden a individuos y los efectos
singulares de fenómenos complejos. Fueron diseñadas para ello, mas no para
desarticular mecanismos causales, organizaciones y redes delictivas
trasnacionales. Se crean organizaciones supranacionales para subsanar estos
límites, pero los esfuerzos aún son insuficientes. Las instituciones nacionales
tienen grandes limitaciones para escalar a lo general y estructural desde los
resultados particulares que detectan y abordan. Tampoco está en ellas hacerse
cargo de asuntos de seguridad que las trascienden. En otras palabras, este no
es un problema únicamente del Ministerio del Interior. En esta dirección, más a
menudo de lo que se reconoce, las falencias en seguridad están en la comprensión
del problema y su abordaje. Responsabilidad en ello tiene la herencia del
derecho liberal positivista y de los gobernantes convencidos de que su
intuición y guapeza son bases más firmes para la toma de decisiones en la
materia que la evidencia de disciplinas científicas. Esto alimenta la idea de
que nada funciona, propiciando la tentación punitiva2 y la
política pública criminal de la enemistad.3 De este modo, es
insoslayable encaminarse hacia una reingeniería institucional y la
descolonización de saberes obsoletos (también de intuiciones y sentidos
comunes) aún dominantes en el quehacer de la seguridad.
Importa entender que los mercados
ilícitos en general y los actores que los protagonizan han sido históricamente
protegidos por los Estados.4 Los argumentos más frecuentes
están relacionados al derrame de la rentabilidad que producen esos mercados en
quienes deberían impedirlo.5 Sin embargo, también es cierto que
varios mercados ilícitos son protegidos, a pesar de su ilegalidad e ilegítima
competencia, cuando generan un nivel de violencia mínimo tolerado por la
sensibilidad social, organizan un territorio complejo y, al mismo tiempo,
expanden el acceso al consumo de bienes legales por medio de la disminución de
los costos. Esto resulta de especial interés para el gobierno de turno y la
política electoral, ya que se vincula con la satisfacción de la población y la
pacificación de las comunidades. Esto demuestra la complejidad de los
equilibrios y la ingenuidad de quienes llevan la palabra de las políticas de
mano dura.
Los casos paradigmáticos de Colombia
y México, particularmente los gobiernos de Álvaro Uribe y Felipe Calderón,
llevaron adelante medidas de mano dura utilizando a las Fuerzas Armadas contra
los delitos de los débiles y de cuello azul, y medidas de mano blanda y de
protección contra los delitos de los poderosos y de cuello blanco. Los
homicidios aumentaron escandalosamente, mientras algunos empresarios y
autoridades de las fuerzas de seguridad pública y de la política recibían
sobornos y pactaban con organizaciones criminales sin pacificar los
territorios. En otra escala y con otra geoeconomía de las drogas tenemos el
caso de Ecuador, con la proliferación de grupos criminales locales para el
sostenimiento de la cadena de producción de las drogas de la zona andina hacia
el mundo. Descartando los aprendizajes de Colombia y México, los gobiernos de
Lenín Moreno y Daniel Noboa han planteado sucesivos estados de excepción y
reformas normativas para utilizar las Fuerzas Armadas en tareas de seguridad
interna. El Salvador de Nayib Bukele se nos presenta como el caso exitoso de la
versión de las políticas de mano dura. El gobierno sostiene que las comunidades
salvadoreñas se han pacificado y que los homicidios bajaron drásticamente con
la «guerra a las maras». Visto así, la receta ha dado sus frutos. ¿Pero estos
son indicadores suficientes para medir el éxito de una política pública en
seguridad? ¿Qué sucede con los desaparecidos, los abusos y las torturas a la
población?
Bajando a tierra algunos conceptos,
vale la pena prestar atención al contrabando de mercaderías. Llamativamente,
esta es una actividad económica criminal desaparecida de la discusión pública
sobre seguridad, a pesar de las grandes ganancias sucias que moviliza. Entre
2019 y 2022, en tan solo cuatro años, el valor de las mercaderías incautadas
por contrabando ascendió a más de 72 millones de dólares.6 Desconocemos
lo que representa esta cifra en un negocio que, como todo crimen, no se deja
captar en su totalidad. Sin embargo, podemos suponer que la millonaria suma
incautada es solo un fragmento de las ganancias totales. ¿Por qué? Porque si la
razón del contrabando se sustenta en su rentabilidad, estamos habilitados a
hipotetizar que las ganancias de esta actividad criminal superan ampliamente
los costos (incautación) y los riesgos (probabilidad de incautación). En otras
palabras, el contrabando movilizó cientos de millones de dólares en Uruguay
entre 2019 y 2022. Esto tiene al menos dos derivaciones. Por un lado, un
mercado ilícito millonario solamente se desarrolla y perdura en el tiempo con
corrupción. Por otro lado, dado que una de las finalidades del negocio del
crimen es la utilización de la renta generada, se necesita lavar el dinero
sucio. Claro que todo esto no ocurre en la impunidad absoluta. Hay detenciones
policiales, sentencias judiciales e incautaciones de mercaderías por este
delito. No obstante, el contrabando de mercancías se mantiene floreciente pese
a la pretensión punitiva del Estado. Entonces, volvemos a la premisa anterior:
estamos ante un fenómeno estructural, el problema son el mercado y sus redes,
no los individuos en sí.
El mercado de las drogas ilegalizadas
y el contrabando tienen diferencias importantes. Las dos principales
distinciones son: 1) en el mercado de las drogas ilegales, las sustancias
tienen mayor probabilidad de generar ganancias extraordinarias. 2) En el
mercado de las drogas ilegales, la probabilidad de ocurrencia de conflictos,
violencias y crueldades es significativamente mayor. No obstante, sabemos que
mercados pujantes de drogas ilegales pueden coexistir con bajos niveles de
violencia. Aquí están dos cimientos del mercado a reducir: la rentabilidad y la
violencia. Ambos se pueden afrontar minimizando el conflicto y sin la ilusión
de eliminar el mercado. Para ello se debe incursionar y profundizar en la
regulación de las mercancías de amplia circulación (cocaína y marihuana),
trabajando en la responsabilidad y los cuidados de los usuarios. Esta no es una
tarea para una única jurisdicción, se necesita un movimiento internacional para
su completa efectividad, tal como sucedió con su contracara, la prohibición del
opio a inicios del siglo XX. En paralelo, es necesario pacificar los
territorios con procesos de mediación y negociación –lo que no significa
impunidad y permitir la gobernanza criminal–. Es necesario construir
comunidades abiertas ocupadas y ocupantes del espacio público. La pacificación
de fondo de los territorios no se alcanzará sin disociar la violencia de la
masculinidad respetada. Los esfuerzos estatales también deben dirigirse hacia
el fortalecimiento de la inteligencia policial y financiera, la persecución del
dinero (lavado de dinero) y la protección (corrupción) del capital criminal.
Estas son algunas piezas para comenzar.
1. Oficina de las Naciones Unidas
contra la Droga y el Delito: Global Study on
Homicide 2023.
2. «Sensibilidad punitiva», Brecha,
5-XI-20.
3. «La política
pública criminal de la enemistad», Brecha, 9-VI-22.
4. «Sale caro», Brecha, 3-XI-23.
5. Fuerzas de seguridad pública,
operadores judiciales, funcionarios de instituciones clave del Estado (aduana,
migración, etcétera), actores políticos, entre otros.
6. Datos extraídos de la Evaluación
Nacional de Riesgos de Lavado de Activos y Financiamiento del Terrorismo llevada
a cabo por Alejandro Montesdeoca en julio de 2023.
Extraido de brecha 1991, 19 enero, 2024.
Titulo original:
APUNTES PARA SU COMPRENSIÓN Y PIEZAS INICIALES PARA SU MITIGACIÓN
La fuerza del mercado de las drogas ilegalizadas
Autor: Gabriel Tenenbaum
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