Lo que hemos visto en estos días no es nuevo: un grupo de trabajadores
ejerciendo su derecho a protestar, amparados esencialmente en el derecho a
huelga. La reacción tampoco ha sido novedosa: a los empresarios esto no les
gustó, al actual gobierno tampoco. Pero los trabajadores lo necesitan y la
Constitución se los garantiza.
¿Cómo entender este escenario complejo de intereses cruzados?
El ajedrez es un buen recurso para exponerlo, ya que se trata de un
juego de estrategia que puede utilizarse como una alegoría de las estructuras
de poder de la sociedad. Así, en el tablero se representa una confrontación
entre opuestos, y las piezas dispuestas en él —todas con distinta posición y
poder— simbolizarían el orden social, siendo el peón la pieza más numerosa y la
de menor valor. Este juego sirve como referencia simbólica para demostrar los
erráticos movimientos adoptados por quienes detentan más poder, con la
pretensión —así pareciera— de dejar en una mala posición a aquellos más
débiles.
Se dice que los malos jugadores mueven las piezas con cuidado de hacerlo
dentro de lo que les permiten las reglas del juego, pero sin tener nociones
claras de qué es lo que implican esos movimientos, por eso, se lanzan a
realizar acciones sin mirar más allá, basándose generalmente en un simplista y
primario análisis. Este parece ser el tono del gobierno cuando se escucha al
presidente decir que el paro “es legítimo”, “pero la gente que quiere trabajar
y no hacer huelga va a ser defendida por el gobierno”; y del sector empresarial
cuando señala el carácter “abusivo” de la huelga, por la paralización total de
la actividad, reprochando los daños en el sector y dando a entender que se
parece más “a una movida coordinada para desestabilizar”.
¿Qué hay detrás de toda esta parafernalia argumentativa? Básicamente
rechazo a que los trabajadores y sus organizaciones sindicales se constituyan
como agentes relevantes, y cuyo radio de acción supere el estrecho marco
controlable por la empresa. Actitud que no es nueva, sino que es parte de la historia
de nuestros trabajadores y sus organizaciones, quienes se han enfrentado a la
represión de muchas acciones de autotutela por la vía de la calificación de su
ilicitud, mala fe o abusividad. Recordemos que la huelga fue tipificada como
delito en el Código Penal hasta mediados del siglo XX y en los años siguientes
se la consideró como un ilícito civil cuyo ejercicio implicaba un
incumplimiento del trabajador y, por tanto, la ruptura del vínculo laboral por
su culpa. Asimismo, a esto le siguieron otras normas con ánimo de regular los
conflictos colectivos y cohibir conductas que resultaban ser más nocivas para
los intereses empresariales.
Rechazo, a todo esto, construido sobre un puñado de vaguedades que solo
han servido para desacreditar la huelga y a los trabajadores que hacen uso de
la misma, lo que atenta contra el más básico sentido de igualdad y significa
una jugada ofensiva para los trabajadores, en términos del juego, implica
sacrificar al peón. Veamos las más importantes.
De partida, la idea de que con la huelga los trabajadores solo buscan
causar daño. Estamos aquí ante una imprecisión: la huelga no busca dañar como
fin, sino como medio. Su fin es la presión sobre la contraparte de la relación
laboral para la obtención de una pretensión colectiva (por ejemplo, mejorar el
salario, las condiciones laborales, la posición en la negociación colectiva,
etc.), el daño efectivo puede estar como no. De hecho, en buena parte de los
casos, esa presión que supone la huelga conduce a un efecto puramente coactivo,
sin traducirse en daño efectivo.
Este elemento hace a la huelga un derecho muy particular, ya que es el
único que permite a aquellos que están en una situación de dominación o
subordinación —como es el caso de los trabajadores— alterar el proceso productivo
para alcanzar una posición de equilibrio en la relación de poder a la que están
sometidos. Por tanto, ni la presión ni el daño en el proceso productivo son
resultados extraños o exóticos del ejercicio de la huelga, sino parte de su
propio contenido.
Llama la atención que el interés de
proteger el trabajo y garantizarlo se manifieste con tanta intensidad y
únicamente frente a las acciones de las organizaciones sindicales.
Pero claro, esta comprensión plantea serios problemas para la cultura
liberal propia de las sociedades capitalistas que sostiene como principio
básico lo contrario: el daño no es aceptable y, por ende, siempre debe ser
reprimido. No obstante, la huelga -en tanto derecho de máxima jerarquía- supone
una ruptura con este dogma, y autoriza un daño deliberado en la propiedad y a
la producción empresarial.
A esta altura se trata de una aclaración trivial, pero no todo tipo de
daño potencialmente proveniente de la acción colectiva goza de igual
protección. La producción de un daño grave, desmedido e irrazonable
—jurídicamente hablando— el derecho no lo autoriza. En este sentido, la fuerza
de la protección decrece según se trate de un perjuicio innecesario y
desproporcionado para lograr las reivindicaciones de los trabajadores,
situación que ha de resolverse analizando el caso concreto y por los mecanismos
previstos para estos efectos.
La protección del derecho al trabajo de los no huelguistas es otro de
los argumentos utilizados para rechazar la acción colectiva; en rigor, se
presenta la dicotomía trabajo y huelga como una cuestión de buenos y malos,
pero la realidad demuestra que ambos derechos conviven en el espacio laboral y
aunque a veces ello sea problemático, no existe tal enfrentamiento. En efecto,
la huelga resulta un instrumento colectivo de protección al propio trabajo, ya
que a través de ella se persiguen mejoras en las condiciones o incluso, la
preservación de la propia fuente laboral.
Llama la atención que el interés de proteger el trabajo y garantizarlo
se manifieste con tanta intensidad y únicamente frente a las acciones de las
organizaciones sindicales. Para ser coherentes con una genuina defensa de la
libertad individual al trabajo, deberían establecerse mecanismos de protección
no solo frente a actuaciones colectivas de trabajadores, sino también frente a
acciones del empleador, cosa que no parece preocupar. Solo para dar algunos
ejemplos, basta mirar la reciente ley que regula el teletrabajo ( 19.978), que
desdibuja los límites entre la vida privada y el trabajo dejando un escenario propicio
para largas jornadas de trabajo o la ausencia de normas especiales de tutela
jurisdiccional ante la lesión de derechos fundamentales de los trabajadores
tales como la integridad física, psíquica, la privacidad o la honra.
Por lo visto, quienes mueven las piezas usan la defensa al trabajo como
un mecanismo para evitar el tan indeseado efecto de la huelga, porque si los
trabajadores siguen con su labor, y la empresa sigue produciendo normalmente,
la presión de los trabajadores huelguistas queda convertida en una mera
expresión de intenciones.
El ideal democrático supone el ejercicio del poder colectivo, no sólo
como una declaración de buena intención, sino que exige el ejercicio de
acciones que permitan a los trabajadores expresar sus preferencias y posiciones.
Por ello, así como en el juego, donde el peón en coordinación con otros peones
forman estructuras que son el esqueleto de una posición robusta convirtiéndose
en un elemento de gran importancia, es necesario el ejercicio eficaz de la
acción concertada de los trabajadores, para que dejen de ser la pieza más débil
y pasen a ser la pieza determinante dentro del sistema de relaciones laborales;
de lo contrario, sin el derecho de huelga, en palabras del Tribunal Federal del
Trabajo Alemán, no hay más que mendicidad colectiva.
(La Diaria, 9 de octubre de 2021.
Autor: Andrea Rodríguez Yaben abogada especialista en Derecho del
Trabajo)
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