Una forma de conocer las sensibilidades
de una sociedad y su campo de disputa y dominio es a través de la siguiente
pregunta: ¿cómo se distribuyen las leyes
penales y las políticas de seguridad pública en la sociedad? Otra vía es
responder cómo el gobierno y la oposición gestionan las preocupaciones sociales
en materia delictiva y hacia dónde canalizan los malestares y ansiedades
sociales sobre el tópico en cuestión. De forma concreta, podríamos preguntarnos
cómo se administra la vigilancia, el control y el castigo en la sociedad,
considerando, de manera interseccional, dimensiones analíticas como generación,
género, clase social, raza, etnia, territorio, argot, movimiento corporal y
otras tantas. Una de las sensibilidades que brinda respuestas a estas interrogantes
se denomina punitiva. Desde el siglo pasado, la sensibilidad punitiva se
estructura (no me refiero a su origen) en lo que en el campo de estudio sobre
el delito y la criminalidad se conoce como ideología de la defensa social y
realismo de derecha. Veamos, grosso
modo, de qué se tratan.
La ideología de la defensa social parte de una
concepción ideal, teleológica y moral de lo que tiene que ser una sociedad.
Creada en Europa en la década de 1940, la Escuela de la Defensa Social tuvo
fuerte influencia en América Latina. Un elemento que promovió la Escuela y que
se arrastra hasta nuestros días es la desconexión entre la protección social y
la falta o hecho delictivo.1 Ello provoca que los
etiquetados como «antisociales» –categoría expulsora y meritocrática utilizada
por esta perspectiva para llamar a las personas captadas por el sistema de
justicia– no sean merecedores de los bienes y servicios estatales, ni siquiera
para los procesos de desistimiento delictivo, para una vida digna en la cárcel,
etcétera. Inversión social cero, diríamos en estos tiempos de discusión
presupuestal. Los antisociales son meros cuerpos desprotegidos, a menudo
jurídicamente «indeterminados».2 De aquí deriva una
separación directa y concreta, aunque ficticia, extraordinariamente vigente en
la politización de la seguridad pública uruguaya. Me refiero a la construcción
de un relato por oposiciones binarias, de inclusión y exclusión, que ya nos
enseñaba el jurista, filósofo y miembro del partido nazi, Carl Schmitt, con su
clásico concepto de amigo/enemigo.3
El realismo
de derecha recoge los antecedentes de las teorías de las «ventanas rotas» a
partir de un artículo de James Wilson y George Kelling publicado en 1982.4 Sin
embargo, los primeros antecedentes se registran a finales de la década de 1960
con los experimentos del psicólogo Philip Zimbardo y los programas de
patrullaje policial del estado de Nueva Jersey, en Estados Unidos. El ejemplo
paradigmático del realismo de derecha es la política de «tolerancia cero» o
«mano dura» de la alcaldía de Rudolph Giuliani en Nueva York entre los años
1994 y 2002. La característica esencial de la teoría de las ventanas rotas es la primacía del orden por sobre
todas las cosas, incluso sobre la impartición de justicia y el bienestar
económico y más allá de cómo se logre. Esta posición prioriza el
fortalecimiento del control y la vigilancia policíaca, así como la organización
«normal» del espacio público y la circulación, en detrimento de políticas
contra la desigualdad, programas de inserción social, etcétera. La primacía del
orden por sobre todas las cosas se detecta cuando respondemos a la
interrogante: ¿cómo se utiliza el ejercicio de la violencia por parte de las
fuerzas de seguridad públicas? Ello se puede observar en infinidad de objetos
de estudio: normas, políticas, procedimientos policiales, etcétera. Por
ejemplo, para el caso de las
concentraciones de personas en espacios públicos en el contexto del
covid-19, podemos acercarnos a la sensibilidad del gobierno con el decreto
114/020 del 31 de marzo de 2020, que facultó al Ministerio del Interior y al
Ministerio de Defensa Nacional para evitar y disuadir aglomeraciones y no a las
secretarías de salud, educación y social para realizar una labor de mediación
extrajudicial. Hasta podría haber recurrido a la mediación judicial, pero no lo
hizo. Y así podríamos seguir señalando indicadores que evidencian la primacía
del orden (un orden) por sobre todas las cosas.
La
ideología de la defensa social y el realismo de derecha son mucho más que dos
perspectivas para entender la criminalidad,
estructuran la sensibilidad punitiva latinoamericana de las últimas décadas en
materia de política criminal. Gestionan
el malestar social administrando dolor, de forma desigual y en distintas
intensidades. Instalan un estilo de ley y orden en el que el poder soberano
se expande desmesuradamente reafirmando el segregacionismo.5
La
sensibilidad punitiva es incapaz de desestructurar el poder y alivianar las
asimetrías. Reacciona violentamente a la desobediencia. Se
radicaliza peligrosamente en su desvelo por lograr la meta imposible de una
sociedad ordenada según su estructura emotiva, moral y estética. Más aún en el
recrudecimiento de las desigualdades, que es el terreno fértil de la
radicalización de las relaciones de poder. La obsesión punitiva es de temer.
Este marco conceptual, aunque breve pero necesario,
plantea algunas herramientas teóricas y señales históricas para saber de qué
hablamos cuando decimos punitivismo.
También es un llamado de atención o, más bien, el planteo de una pregunta de
necesaria discusión pública: ¿estamos en la antesala de un nuevo «momento
punitivo»? 6
(Brecha numero 1824 pagina 28, la negrita
me pertenece)
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