En marzo de 1967,
el Partido Colorado retomaba las riendas del Estado luego de dos períodos
consecutivos de gobiernos blancos. El presidente electo, Óscar Gestido, moría
súbitamente meses más tarde y asumía su vice, Jorge Pacheco Areco. El ex
boxeador protagonizaría una gestión de mano dura cuasi dictatorial: gobierno en
base a decretos, clausura de periódicos opositores, ilegalización de partidos,
represión desenfrenada, introducción de la tortura en los interrogatorios
policiales.
En esos años, el
subsidio parcial del transporte colectivo constituía un alivio para decenas de
miles de liceales montevideanos, y en especial para los hogares modestos
erosionados por la carestía y la inflación, que en 1968 llegó a 180%. A fines
de mayo de ese año, la Intendencia de Montevideo anunciaba un aumento en el
precio del boleto. Fue la chispa que encendió la pradera seca; en pocos días la
marea de protesta estudiantil subía incontenible. Se multiplicaban las
asambleas de clase, la movilización ganaba las calles con una masividad
inédita. En esas semanas, la Policía recibía la orden de abrir fuego sobre los
manifestantes con sus armas de reglamento. Los baleados en los meses siguientes
sumaban decenas, a los que se agregaban centenares de estudiantes heridos con
sablazos y machetazos.2
En los meses
venideros, el número de manifestantes y la virulencia de los enfrentamientos
con la Policía subirían sin pausa. Del lado estudiantil, hacían su aparición
los cócteles Molotov y los “cortes de fuego” callejeros hechos con cubiertas de
automóvil rellenas de estopa o aserrín y rociadas con nafta. Ante el carácter
masivo y sostenido de la movilización, las empresas transportistas cedieron
temporalmente. Pero el compromiso oficial de mantener el precio del boleto no
logró enfriar un clima de protesta y manifestación callejera en plena espiral
ascendente. Los liceos seguían ocupados, se sumaban los universitarios, y la
nueva consigna era “¡estudiantes a luchar por boleto popular!”.
“Había una especie
de frenesí en los estudiantes, basado en la seguridad de estar en lo justo y en
la percepción de la iniquidad del gobierno y de la Policía”, escribe un
participante de aquellas movilizaciones que años más tarde analiza desde la
ciencia social; “se palpaba la impresión de haber adquirido una nueva potencia
que ponía en jaque al gobierno, mediante ese estado de movilización extendido e
impersonal”.3
En los primeros
días de junio se extendió la ola de manifestaciones callejeras y de
enfrentamientos con la Policía. En la tarde del jueves 6, una marcha de
liceales avanzaba por 18 de Julio desde la Universidad de la República hacia la
plaza Independencia. En la calle Minas se detuvo un patrullero; bajaron de él
varios policías, desenfundaron sus armas y abrieron fuego sobre los
manifestantes. Cinco heridos de bala fueron internados; a uno de ellos se le
debió amputar un brazo, otro quedó con un brazo semiparalizado de por vida, y
un tercero, que había sido baleado en una pierna, quedaría rengo para siempre.
Una semana más tarde, el Poder Ejecutivo decretó las Medidas Prontas de
Seguridad (MPS), una modalidad de estado de excepción establecida en el
artículo 168 de la nueva Constitución votada dos años antes. Las MPS podían
aplicarse “en los casos graves e imprevistos de ataque exterior o conmoción
interior”, y autorizaban a encarcelar a cualquier persona por tiempo
indeterminado, sin mediar acusación formal ni juicio alguno. En su
argumentación se alude a la “perturbación profunda de la paz social y el orden
público” resultantes de numerosos conflictos sindicales, en particular la banca
oficial y otros empleados públicos.4 La atmósfera de estado de sitio
y los métodos policiales expeditivos se instalaron de forma duradera en el
país.
El 7 de agosto, el
Movimiento de Liberación Nacional-Tupamaros (MLN) secuestraba al presidente de
UTE, Ulysses Pereira Reverbel. Se había destacado desde el gobierno en la
persecución a militantes sindicales, por lo que su secuestro constituía en sí
mismo una acción propagandística contra el autoritarismo en ascenso. Dos días
más tarde, en la madrugada, la Policía allanaba varias facultades sin orden
judicial y sin la presencia de autoridades universitarias; pretendían buscar
información sobre el secuestro. La presunción del gobierno de Pacheco era
obvia: los “subversivos” no podían ser otros que los mismos “revoltosos” al
frente de las manifestaciones estudiantiles en todos esos meses. Este grave
acto de ilegalidad por parte de un gobierno no tenía precedentes; durante los
allanamientos, los oficiales al mando de la operación prohibieron el acceso de
las autoridades universitarias. El Consejo Directivo Central de la Universidad
de la República denunciaba con vehemencia los hechos, y en las calles se hacía
sentir la reacción airada de los estudiantes, que intensificaban los
enfrentamientos con la Policía.
Ese mismo día, un
culatazo hundía el cráneo de un adolescente de 14 años; no participaba siquiera
de manifestación alguna, caminaba solo por Colonia, a pasos de Tristán Narvaja.
A 100 metros de allí, frente a la Biblioteca Nacional, una patrulla de
Coraceros se ensañaba a golpes con un estudiante tirado en el suelo. Mario
Eduardo Toyos, de 17 años, ingresaba al Clínicas en estado de coma con el
parietal hundido; había recibido el impacto de una granada lacrimógena. No se
trató de un accidente: la prensa opositora denunció que la Policía había sido
instruida para apuntar al cuerpo con armas y lanzagases. Numerosos estudiantes
heridos de bala eran atendidos en diversos centros de asistencia así como en
domicilios particulares.5
Las movilizaciones
“relámpago” de los estudiantes universitarios, secundados por los liceales, se
sucedían en todo Montevideo. Consistían en una modalidad de manifestación
callejera acorde con las nuevas formas de la represión policial; numerosos
grupos de estudiantes se concentraban discretamente en ciertos liceos o
facultades, y un rato más tarde circulaba de boca en boca el lugar y hora de la
concentración, así como la consigna a corear.
Los acontecimientos
se precipitaron. El lunes 12 de agosto, una manifestación conjunta de
estudiantes de Veterinaria y de Odontología recorrió la avenida Larrañaga (hoy
Luis Alberto de Herrera) en dirección a Rivera. Las demandas eran las mismas en
todos esos días: más presupuesto para la Universidad y cese del avance autoritario
en ciernes. El actual político frenteamplista y presidente del Partido
Demócrata Cristiano (PDC), Héctor Lescano, por entonces estudiante de
Veterinaria de 20 años, se encontraba allí. Todo sucedió muy rápidamente. La
manifestación pasaba frente a la Facultad de Veterinaria, cuando “llega para
reprimir lo que llamábamos una ‘chanchita’, un vehículo policial… y eran pocos
policías, tres o cuatro”. El oficial Enrique Tegiachi se bajó del vehículo y
baleó por la espalda a un manifestante situado a unos cuatro metros de
distancia; el proyectil salió por la ingle izquierda, y –se sabría después– le
seccionó la arteria femoral. El estudiante abatido empezó a perder sangre a
borbotones. Un grupo de compañeros se acercó a socorrerlo; los policías les
pidieron documentos, la asistencia al herido se demoró un lapso que sería
crítico.
Una anécdota
tragicómica da cuenta del componente lúdico que caracterizaba todavía a la
protesta estudiantil, en dramático contraste con una represión brutal que se
intensificaba día a día. Uno de los manifestantes arrebató la gorra al policía
que había disparado su arma; “el gorro de este oficial de policía estuvo
colgado varios días después de este episodio en el mástil de la Facultad de
Veterinaria donde va la bandera nacional”, relata Lescano.6
El estudiante
baleado fue internado de gravedad en el Hospital de Clínicas. Durante la
intervención quirúrgica se le hizo un injerto en la arteria seccionada, y debió
ser reanimado en dos oportunidades; luego de horas de incertidumbre, el equipo
médico informó que se había logrado detener la hemorragia. Pero no pudo
evitarse lo peor; el miércoles 14, la noticia de la muerte de Líber Arce
recorrió la ciudad. Tenía 28 años, era militante de la Unión de la Juventud
Comunista y estaba muy avanzado en la carrera de Mecánico Dental.
Ese día, el
Ejecutivo prohibió la difusión de la noticia de su muerte; ya estaba vigente la
censura previa a toda comunicación emitida por las autoridades universitarias.
Sin embargo, nada impidió que más de 200.000 personas acompañaran al féretro
hasta el cementerio del Buceo el jueves 15; sería el acto de repudio más masivo
al gobierno de Pacheco. Muchos comercios cerraron, los ómnibus de la empresa
estatal AMDET circulaban con una cinta negra en el parabrisas. “Silencio: ha
muerto un estudiante”, se leía en una gran cartel colocado al frente de la
Universidad.
“La brutal reacción
del gobierno de Pacheco fue decisiva para estimular la lucha, proveyéndola de
sucesivas motivaciones concretas: protestas contra la represión policial en
mayo, contra la declaración de MPS en junio, contra la violación de la
autonomía universitaria y la primera muerte de un estudiante en agosto. Estos
dos últimos acontecimientos produjeron la conciencia de una ruptura de la paz
uruguaya. Con muertos y heridos se derrumbó una imagen de sociedad”.7
Semanas más tarde,
la Policía adoptaba una nueva escopeta de cartucho para emplear en las
manifestaciones estudiantiles. El 20 de setiembre, abrieron fuego contra los
manifestantes en las inmediaciones de la Universidad. Hugo de los Santos, de 19
años, estudiante de Ciencias Económicas, cayó herido de muerte; un perdigón le
había dado en el corazón. Susana Pintos, de 27 años, estudiante de la Escuela
de la Construcción, también fue baleada; murió horas más tarde en el Hospital
de Clínicas. Ambos eran militantes comunistas.8 Un informe del Sindicato Médico
del Uruguay da cuenta de la atención a más de 100 estudiantes heridos con
perdigones.9 Ese mismo día, el ministro de
Cultura, Federico García Capurro, cursaba una nota al rector de la Universidad:
“Señor Rector: ante los acontecimientos permanentes y reiterados que tienen
aparentemente su origen en los recintos universitarios –y que todo indicaría
que siguen siendo utilizados como base de operaciones para la realización de
delitos y atentados en la vía pública como el apedreo, el incendio de vehículos
y las agresiones a las personas, bienes y comercios– y que, sin lugar a dudas,
se utilizan, a pesar de las advertencias reiteradas del Poder Ejecutivo, como
refugio de esas fuerzas del desorden para, desde adentro, continuar la acción de
violencia hacia el exterior, requiero del señor Rector y de las autoridades de
la Universidad la aplicación de medidas que impidan en definitiva la repetición
de esos hechos intolerables”.10
El Uruguay liberal,
moderado y contemporizador se desvanecía a ojos vistas. Tres años más tarde,
Pacheco encomendaría a los militares la “lucha antisubversiva”; era el
preanuncio de la larga noche de dictadura abierta.
François Graña es
doctor en Ciencias Sociales, investigador y docente de la Facultad de
Información y Comunicación de la Universidad de la República.
1.
Ediciones de la diaria del
24/7/19, 13/6/19, 16/5/19 y 18/5/18. ↩
2.
Marcha, 27/9/68, página
13. ↩
3.
Gonzalo Varela Petito (2002). El movimiento
estudiantil de 1968. El IAVA, una recapitulación personal. Montevideo:
Trilce, p. 72. ↩
4.
Vania Markarian (2012). El 68 uruguayo: El
movimiento estudiantil entre molotovs y música beat. Bernal: Universidad
Nacional de Quilmes, p. 41. ↩
5.
Nota de Guillermo Waksman en Marcha del
15/8/68, p. 10. ↩
6.
Testimonio recogido de www.youtube.com/watch?v=tl8Tdp4M8Zw ↩
7.
Gonzalo Varela Petito (1988). De la
república liberal al Estado militar. Crisis política en Uruguay 1968-1973.
Montevideo: Ediciones del Nuevo Mundo, p. 59. ↩
8.
Diario El Popular, 22/9/68. ↩
9.
Testimonio de Jorge Landinelli recogido de www.youtube.com/watch?v=tl8Tdp4M8Zw ↩
10.
Consejo Directivo Central (1968). Actas de
sesiones. Año 1968/2, Acta N° 55, p. 1.247 (mimeo). ↩
Publicado en La
Diaria el 14 de agosto de 2019. Autor: François Graña
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