lunes, 30 de diciembre de 2024

¿ Feliz año nuevo?

 

El Programa de Datos sobre Conflictos de la Universidad de Uppsala consignó que en 2023 existían al menos 59 conflictos entre Estados, la cifra más alta desde el fin de la Segunda Guerra Mundial. Y la tendencia es al empeoramiento. También, la proporción de víctimas civiles es creciente y lo que nosotros llamamos víctimas de genocidio o limpieza étnica, sean palestinos, armenios, sudaneses, uigures y tantos otros más, se suman a las víctimas de las migraciones provocadas por conflictos, fanatismo, cambio climático o miseria.

Mark Rutte, el nuevo secretario general de la OTAN, en su discurso del 12 de diciembre afirmó que «es hora de pasar a un estado de ánimo de guerra». Llamó a los gobiernos a gastar más, a organizar la economía para multiplicar la fabricación de armamentos, porque es la única forma de «proteger nuestro estilo de vida». Su objetivo es llevar el gasto militar a los niveles de la Guerra Fría: un 3 por ciento del PBI. Les dice a los pueblos de Europa: «Llamo a vuestro apoyo. La acción es urgente, los políticos deben oír sus voces. Digan a sus gobiernos que están dispuestos a hacer sacrificios hoy para estar en seguridad mañana; que gasten mucho más en defensa para continuar viviendo en paz». Rutte les pide que renuncien a sus conquistas sociales para concentrar las fuerzas en el armamentismo, es decir, que renuncien a su estilo de vida «para salvar su estilo de vida». Lo hace apelando al miedo a Rusia.

Las dos guerras mundiales que marcaron el siglo XX tuvieron como protagonistas a Alemania y a Francia. La necesidad de superar las raíces de sus conflictos dio origen a la Comunidad Europea y fin al eterno conflicto entre esos dos países, porque lograron mejorar la calidad de vida de sus pueblos. Rutte llama a destruir ese principio. Ni siquiera sugiere buscar otras formas de evitar el conflicto. Llama a financiar la industria bélica con los fondos de pensiones, bajar los servicios sanitarios y disminuir la seguridad ciudadana. No ve otra salida. Rutte pregona «la paz por la fuerza», doctrina expresada por Trump.

¿Somos incapaces de encontrar otro camino que no sea organizar la muerte para resolver conflictos? El 30 de julio de 1932 Albert Einstein decidió escribirle a Sigmund Freud y le preguntó: «¿Existe algún medio que permita al hombre liberarse de las amenazas de la guerra?». Los dos sabios comenzaron un intercambio epistolar memorable en el que reflexionaron sobre las causas de la guerra y las soluciones posibles. Ambos reconocieron que la guerra está arraigada en la naturaleza humana. Einstein planteó la necesidad de entender las raíces del odio y la capacidad destructiva de nuestra especie, Freud respondió que la violencia es una respuesta natural a los conflictos y los intereses humanos, y afirmó que la solución vendría si la humanidad lograba manejar sus instintos primarios, eros (vida) y tánatos (muerte). Ambos se mostraron escépticos sobre la eficacia de las soluciones políticas tradicionales y expresaron dudas sobre el papel del derecho y las instituciones en la regulación de conflictos, considerando que estas eran insuficientes para contrarrestar nuestro instinto destructivo. Einstein creía en la existencia de un «apetito político del poder» impulsado por intereses económicos y por quienes se beneficiaban de la fabricación y venta de armas, y cuestionó cómo una pequeña élite podía dominar la voluntad de las masas, que eran quienes sufrían las consecuencias de los conflictos bélicos. Sugirió que una posible solución era crear un cuerpo legislativo y judicial internacional que pudiera arbitrar conflictos entre naciones. Sin embargo, reconoció que esto requeriría que los Estados renunciaran a parte de su soberanía, lo cual era poco probable dado el deseo humano por el poder. Freud coincidió en que había un instinto destructivo inherente al ser humano, que podía ser canalizado y controlado a través de estructuras sociales y legales adecuadas, aunque siempre existirían tensiones en las relaciones humanas. Ninguno de los dos se mostró particularmente optimista.

Cinco años después estallaba la Segunda Guerra Mundial. La humanidad puso en práctica algunas de las instituciones que sugerían Freud y Einstein, que dieron lugar a la Organización de las Naciones Unidas. Hoy somos testigos de un profundo debilitamiento del sistema. Las preguntas de ambos siguen vigentes, pero sabemos también que existe un deseo humano y profundo de paz, seguridad y solidaridad. ¿Podrá ayudarnos el desarrollo de las ciencias del cerebro? En casi todas las grandes y pequeñas narrativas que le dan forma a nuestra manera de ver el mundo hay una fuerte bipolaridad, reflejo tal vez del eterno conflicto en que vivimos. La cosmovisión más difundida de todos los tiempos afirma que vivimos inmersos en una lucha permanente entre el bien y el mal. Mitos, leyendas y religiones cuentan de miles de maneras esa misma historia. Dios y el diablo, el pecado y la virtud, Eros y Tánatos. Las religiones politeístas también plantean un desafío bipolar: la lucha pasa dentro de uno mismo, entre las emociones y la espiritualidad.

El órgano de nuestra bipolaridad es el cerebro, que es relativamente simétrico, pero no como las dos partes de una naranja, sino como dos partes fuertemente conectadas pero diferentes en cuanto a sus funciones y capacidades. No se trata de un hemisferio para el bien y otro para el mal. Se trata de un todo, resultado de la supervivencia, perfeccionado por la supervivencia y dedicado a la supervivencia. Fueron miles de siglos en que algunas características biológicas útiles para vivir y reproducirse se transmitieron de generación en generación, y, en el caso de nuestra especie, con el desarrollo del lenguaje, con experiencias y narrativas transmisibles, con la cultura.

El pensamiento bipolar es fruto de la selección natural. Sobreviven más aquellos que pueden tomar una decisión rápida. Frente al león en la puerta de la caverna, quien se queda pensando en todas las hipótesis de acción posibles tiene menos chances que aquel que decide salir corriendo o enfrentar a la fiera. Pero la evolución de las civilizaciones nos enfrenta a situaciones mucho más complejas. Tenemos los medios para pensar en situaciones que no se resuelven con blanco o negro, vida o muerte.

La capacidad de pensar en sistemas complejos no le ha llegado al secretario general de la OTAN, que sigue pensando como el hombre de las cavernas. Un buen llamado a los pueblos no es el de los sacrificios para producir armas, sino el de más esfuerzo por justicia, solidaridad y paz.

Titulo original: LA DOCTRINA DE LA PAZ POR LA FUERZA ¿Feliz Año Nuevo?. Autor: Leo Harari. Publicado en Brecha del 26 diciembre, 2024


viernes, 6 de diciembre de 2024

Los retos de la izquierda en el mundo del trabajo

 

Individuo, empresa, productividad y empleo han sido los pilares del modelo laboral del gobierno actual. Un relato que, con base en estos fundamentos, decía que se comprometía con los intereses de los trabajadores terminó por responder a las contradicciones del capitalismo inclinándose por defender los intereses empresariales. En el marco de los consejos de salarios, el gobierno actual acompañó la posición de los empresarios en la gran mayoría de las votaciones; en el proyecto de ley para regular el trabajo a través de plataformas digitales, la propuesta dejó en manos de la empresa la elección del tipo de contratación, aunque en los hechos encubra verdaderas relaciones de dependencia; en la controvertida Ley de Urgente Consideración se planteó una limitación al derecho de huelga. Podríamos extendernos en los ejemplos, que abundan.

Esta consolidación del desequilibrio de poder a favor de los empresarios debería cambiar en el futuro cercano, o al menos es lo que promete el Frente Amplio (FA) en sus bases programáticas. Ahora bien, convertir esta promesa en acción supone un gran desafío, especialmente en un contexto de transformaciones que están redelineando el mundo del trabajo.

La cadencia acelerada del avance tecnológico va dejando su huella en distintos ámbitos y, como era de esperarse, el laboral no es la excepción. El impacto es innegable: nuevos paradigmas productivos, formas de organización del trabajo que suman al espacio físico de la empresa uno virtual, un control permanente sobre el esfuerzo de los trabajadores y un límite difuso entre tiempo de trabajo y tiempo libre son solo algunos de los aspectos que sobresalen. Este vertiginoso escenario muestra una enorme contradicción: si bien los trabajadores están cada vez más disponibles (dentro y fuera del espacio laboral), son prescindibles y las condiciones de trabajo no mejoran.

En la búsqueda de soluciones para hacer frente a esta situación ha resucitado en el debate público la expresión flexibilidad laboral. Aparece esta vez, como lo ha hecho otras tantas veces, como un recurso para persuadir acerca de la necesidad de salir de la rígida regulación laboral, que es la que estaría entorpeciendo la adaptación a las nuevas formas de trabajo y la demanda de tiempo libre de los trabajadores. ¿Será esta la herramienta que nos permitirá enfrentar la nueva realidad económica y alcanzar nuestra propia autonomía?

En la forma en que se ha utilizado en este último tiempo, la flexibilidad gravita en torno a dos ideas centrales: la desregulación y la individualización.

Por un lado, la propuesta es la remoción de algunos límites contenidos en la legislación del trabajo como una vía para brindar más libertad a los trabajadores para moldear su vida, a la vez que favorece una mayor adaptabilidad de la empresa a los cambios económicos y tecnológicos. Por otro lado, la individualización de las relaciones laborales resalta la necesidad de adaptar las condiciones de trabajo a las circunstancias particulares de cada trabajador. Este enfoque privilegia acuerdos personalizados con horarios flexibles, remuneraciones variables, etcétera.

 

Suena bien, ¿no? Ahora bajemos a la realidad.

 

De partida, hablar de flexibilidad laboral como si fuera un concepto único, claro y con contornos precisos es una ilusión. Se trata de una idea confusa que no está alejada de los intereses económicos, políticos e ideológicos de quien la utilice, por ello, para algunos tiene una carga positiva porque aumenta la productividad de la empresa, mientras que para otros despierta rechazo o al menos una sospecha, ya que su implementación puede dejar a los trabajadores en peores condiciones.

A los trabajadores se les pide que estén abiertos al cambio, que dependan cada vez menos de las protecciones normativas y más de su propio poder de negociación. El problema es que esto parte de un supuesto cuestionable: que trabajadores y empleadores se encuentran en igualdad de condiciones para negociar los términos y los aspectos esenciales de la relación laboral, y la realidad evidencia que esta igualdad es ficticia.

Las empresas, dotadas de mayores recursos, información y poder, cuentan con una posición estructuralmente más fuerte frente a los trabajadores, quienes enfrentan riesgos más significativos, como la pérdida de ingresos y la estabilidad laboral. En este contexto, la dependencia de los trabajadores respecto a su capacidad de negociación individual los expone a situaciones de vulnerabilidad, sobre todo en ausencia de mecanismos colectivos sólidos que equilibren esta asimetría.

El auge del capitalismo y las ideologías vinculadas con el neoliberalismo ponen su foco en el poder individual, lo que esconde una defensa de ciertos intereses inconfesos de reducir la participación colectiva y el ejercicio de medidas de acción, especialmente la huelga. Algo de lo que ha pasado en estos últimos años. Pero, además, la regulación laboral en nuestro país no se caracteriza por ser especialmente rígida. En términos generales, existe discrecionalidad para elegir la modalidad de contratación: indefinida, a plazo cierto (contrato a prueba, a término) y a plazo incierto (por temporada, por obra, eventual). También aparecen en la práctica una multiplicidad de contratos atípicos con ventajas –especialmente– para los empleadores. Se permite la modificación unilateral del contrato de trabajo por la vía del denominado ius variandi, incluso se permite la modificación de aspectos sin acuerdo del trabajador, bajo ciertas circunstancias y a condición de que no exista menoscabo.

El despido es libre si se paga una indemnización. Se puede poner fin al contrato de trabajo sin preaviso, sin invocar causal, y no existe la figura del despido colectivo, como sí hay en otros países, por lo que el empleador puede despedir a cualquier número de trabajadores sin requisitos adicionales. ¿Cómo se explica, entonces, la afirmación sobre la «rigidez» de nuestro sistema y la exigencia de más flexibilidad? Que la aparición en el debate sobre el futuro del trabajo nos lleve a preguntarnos: ¿flexibilidad para qué o para quiénes? ¿Se trata de una exigencia impuesta por los cambios económicos y tecnológicos o por una necesidad de lucro?

Richard Sennett da pistas para responder a estas interrogantes al señalar que, «en la actualidad, el término flexibilidad se usa para suavizar la opresión que ejerce el capitalismo», lo que sugiere que esta solución, lejos de adaptarse a las necesidades de los trabajadores, permite a las empresas ajustar las condiciones laborales sin garantizar estabilidad ni protección.

Alguien podría pensar que, aun así, pueden existir ámbitos que requieran la adaptación de la forma de trabajo o de la mano de obra, y eso es cierto. En este supuesto, la negociación colectiva podría ser el camino. Pero esta idea de flexibilidad de las relaciones de trabajo que aparece –y lo seguirá haciendo– como una solución magistral a todos los avatares de la vida laboral no lo es, al menos no en la forma en que se propone.

Entonces, ¿cómo lograr que los avances en el mundo laboral no impliquen un retroceso en las condiciones de los trabajadores?

Cualquier propuesta política de adaptabilidad debe venir acompañada de garantías sólidas de protección. En este contexto, resulta imprescindible atender tres aspectos clave. Primero, avanzar hacia la reducción de la jornada de trabajo (la propuesta en este sentido es reducir la jornada semanal a 40 horas). Segundo, implementar un mecanismo especial de tutela efectiva de derechos tales como la privacidad, la libertad de expresión, la integridad física y la psíquica, que resultan cada vez más vulnerados. Uruguay carece de herramientas adecuadas para que los trabajadores puedan exigir su reparación. Tercero, es crucial revisar el marco legal regulatorio del despido y avanzar del despido libre hacia un sistema basado en causales que garantice mayor estabilidad.

En definitiva, cumplir con la promesa de hacer del trabajo «una prioridad» supone construir un modelo laboral que ponga a los trabajadores y su protección en el centro, eso es lo que se espera de la izquierda.

Titulo original: LOS RETOS PARA LA IZQUIERDA EN EL MUNDO DEL TRABAJO De la mano invisible a la protección visible. Autor: Andrea Rodríguez Yaben. Publicado en Brecha número 2036 del 28 noviembre, 2024